Marco Polo, las maravillas de Oriente y Colón

Por Héctor Ciapuscio

Los escritoras argentinas ganaron el muy bien dotado premio español Alfaguara 2005 con su ficción «El turno del escriba», que alude en el título a las tareas de un cronista medieval que recogió de los propios labios de Marco Polo, recluido casualmente con él en una cárcel de Génova en el año 1298, una narración de las fantásticas aventuras del veneciano y las dejó escritas en francés macarrónico para la posteridad. Las autoras presentaron ahora su laborioso trabajo de reconstrucción novelada en la Feria del Libro de Buenos Aires.

Hablemos aquí, por nuestra parte, de ese famoso manuscrito medieval titulado originalmente «Il milione», que se popularizaría como «Los viajes de Marco Polo», inundó rápidamente la península («tutta Italia in pochi mesi ne fu piena») y se expandió por Europa encendiendo la imaginación de las gentes de la Edad Media tardía con su galería de paisajes monumentales, riquezas infinitas, seres extraordinarios y culturas exóticas de los confines de la tierra entonces conocida. Afirman estudiosos que en estas crónicas se originaron las empresas transatlánticas que emprendieron los europeos dos siglos después haciendo camino a su expansión en el planeta. Uno de ellos, por ejemplo, lo expresa preguntando «Sin Marco Polo incitándolo a llegar a Catay, ¿habría existido Cristóbal Colón?

Marco cuenta que salió con diecisiete años en 1271 desde Venecia, centro comercial del Mediterráneo, acompañando a su padre y su tío que se proponían retornar (habían salido de allí años atrás con la promesa al Kan de traerle misioneros papales) con su caravana de negocios hasta Catay, precisamente a la corte de Kublai Kan (nieto de Gengis Khan), el mongol que reinaba en lo que hoy es China. Siguiendo «la ruta de la seda», marcharon miles de kilómetros transponiendo -el ma-pa de la enciclopedia muestra el dibujo de una travesía increíble para aquellos tiempos- vastas geografías de desiertos como el de Gobi, montañas, estepas y ríos, todo el Medio Oriente, Persia, Rusia y China. Un viaje lleno de asombros: tesoros, piedras preciosas, rubíes fabulosos, picos de seis mil metros como el Pamir «techo del mundo», ovejas salvajes, caballos memorables descendientes de Bucéfalo, el corcel de Alejandro Magno, con un cuerno en la frente como el mitológico del conquistador macedonio. Llegaron a la meta -Catay, en el norte de China- cuatro años después de su partida y allí los recibió con grandes honores el gran Kan en Xanadu, su palacio real ubicado cerca de la actual Beijing. Marco, de veintiún años, fluido en idiomas, rápido de pensamiento y acción, intuitivo en cuanto a hombres y situaciones, lo sedujo casi de inmediato y pronto fue convertido en su confidente y encargado de continuas embajadas a distintas regiones de sus extensos dominios. Durante diecisiete años fue dueño de su favor yendo y viniendo en las misiones que le encomendaba, mientras su padre y su tío adquirían una gran fortuna en joyas y oro.

Cada año que pasaba el rey se mostraba menos dispuesto a permitirle volver a su patria, pero finalmente se presentó la ocasión cuando en 1292 fue necesario un acompañante absolutamente confiable para una cuestión de Estado: el traslado de una princesa tártara que iba a casarse con el Ilkan de Persia. Desestimados otros acompañamientos, se hizo imprescindible que fuese Marco quien comandara el viaje por vía del océano Indico de la bella princesa de diecisiete años, para lo cual se equiparon catorce barcos con provisiones para dos años. Cuando llegaron a destino vivían sólo dieciocho de los seiscientos tripulantes embarcados, tales las penurias de la travesía y la baquía del capitán. La princesa lloró al despedirse de los venecianos, de Marco muy especialmente. (Este viaje fue argumento de un viejo filme romántico de Hollywood; a Marco lo encarnaba un larguirucho Gary Cooper, galán joven en aquellos tiempos).

Los Polo regresaron por el norte de Persia y Constantinopla por fin a Venecia en 1295, después de una ausencia de veinticuatro años. Allí se los había dado por muertos hacía tiempo. Se cuenta que cuando se presentaron ante sus parientes aquellos andrajosos más parecidos a tártaros que a venecianos, sus nobles familiares no querían saber nada de una relación con ellos. Pero recobraron la memoria cuando los desastrados viajeros abrieron las costuras de sus atavíos y cayó de ellos una lluvia de rubíes, diamantes y esmeraldas.

Tres años después, las rivalidades comerciales entre Venecia y Génova llevaron a una guerra y en ella resultó prisionero de los genoveses Marco Polo, capitán de un barco veneciano. Encadenado y conducido a una prisión, debió compartir la celda con un escritor de romances, un pisano de nombre Rustichello quien, a poco, advirtió la fantástica mina de recuerdos que guardaba la memoria del viajero y lo persuadió a que se los dictara. De la armonía entre el que contaba y el que copiaba (modificando detalles «a piacere» según su propia fantasía) surgió al cabo de meses una obra que hechizaría al mundo con distintos títulos y por siglos: «Il milione» o «Los viajes de Marco Polo» o «El libro de las Maravillas» o «La descripción del mundo». Vuelto a Venecia donde pasó sus últimos veinte años en los que no dejó de corregir y completar pasajes, Marco murió a los setenta. Requerido en su lecho de muerte a que confesara sobre sus «fábulas» respondió: «No dije ni la mitad de lo que vi porque nadie me habría creído». Sobre la autenticidad de los detalles, se han planteado dudas como que no menciona ciertas características notables de la sociedad china: el uso de palillos para comer, el té como bebida, el uso de ideogramas como escritura, la atadura de los pies de las niñas para hacerlos pequeños, la no mención de la Gran Muralla. Cada uno de esos déficit ha sido justificado por estudiosos que demostraron que las observaciones eran rebatibles, por ejemplo que la muralla no existió como tal sino en el siglo XVI, tres posteriores a los viajes de Marco.

Y, finalmente, vayamos a la influencia del libro sobre los conocimientos geográficos europeos desde el siglo trece tardío hasta el diecinueve. Muchos comerciantes se inspiraron en él para sus empresas. Muchos cartógrafos, italianos y portugueses sobre todo, marcaron según él sus rutas. Muchos marinos lo siguieron fielmente. Y el más famoso de todos ellos lo leyó en su traducción latina y confió ciegamente en lo que contaba Marco Polo sobre geografías orientales para planear su propia expedición de 1492, a fin de alcanzar los mercados asiáticos navegando hacia el Oeste desde Europa.

Cuando tomó posesión de la isla caribeña de San Salvador en el Nuevo Mundo -narra Hugh Thomas en «El Imperio Español»- «no pareció pensar que eso podía constituir un acto de guerra con el emperador Ming de China, el shogun Husokawa del Japón o el emperador de Mongolia; Cristóbal Colón debió suponer que aquélla era una de las innumerables islas que Marco Polo había referido como situadas frente a la costa de Asia, sin que estuviesen bajo la protección de ningún país».


Los escritoras argentinas ganaron el muy bien dotado premio español Alfaguara 2005 con su ficción "El turno del escriba", que alude en el título a las tareas de un cronista medieval que recogió de los propios labios de Marco Polo, recluido casualmente con él en una cárcel de Génova en el año 1298, una narración de las fantásticas aventuras del veneciano y las dejó escritas en francés macarrónico para la posteridad. Las autoras presentaron ahora su laborioso trabajo de reconstrucción novelada en la Feria del Libro de Buenos Aires.

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