¿Nación o provincia?
Al el momento de escribir esto, estaba a punto de definirse, grandes intereses mineros de por medio, en el Senado, la tan vapuleada ley de protección de los glaciares. Esta ley tiene una curiosa aunque conocida historia. Aprobada hace casi dos años por la unanimidad de ambas cámaras del Congreso, fue vetada por el Poder Ejecutivo, vuelta a debatir, consensuada de nuevo, vuelta a aprobar en Diputados, y ahora se define la cosa en el Senado. Lobbies nacionales y extranjeros, intereses provinciales de un lado y del otro, el debate ha ido derivando de una apreciación de los glaciares y áreas periglaciares a dos debates fundamentales: la minería y el poder de las provincias vs. los atributos delegados a la Nación. La minería es una actividad fundamental de la humanidad desde sus albores y grandes períodos de la prehistoria llevan los nombres de sus productos –hay una Era del Cobre, del Bronce, del Hierro; hubo una Revolución Industrial basada en la minería del hierro y el carbón–. No hay actividad humana en que los productos de la minería no estén involucrados de alguna manera. Hasta se puede afirmar que esto es cada vez más evidente, ya que elementos que antes sólo interesaban a los químicos y carecían de interés comercial, como el galio, el indio, el gadolinio, el tantalio, el nobio o el litio y muchos más, ahora se han transformado en estratégicos y se combaten guerras por su posesión. Y el oro, siempre el oro: el símbolo de la riqueza, cuyo uso industrial es muy limitado pero que todos desean almacenar en sus tesoros. Casi siempre la explotación de estos recursos estratégicos ha sido entregada a intereses extranjeros. Pretender prescindir de la minería en nuestro país es obligarnos a que la efectúen otros y nos obliga a importar cualquier objeto industrial y pagar el valor agregado por otros a productos de la minería hecha en otra parte. Así que me pronuncio decididamente a favor de una minería responsable. Con igual decisión exijo que no se exporten minerales en bruto sino los metales o compuestos puros de los diferentes elementos en juego o, mejor aún, los productos industriales terminados en que aquellos encuentran empleo –ya que transformar una roca en un producto terminado o, por lo menos, en una materia prima utilizable para la industria tiene mucho más valor como fuente de trabajo y valor agregado que la simple expoliación de nuestras riquezas mineras–. Lamentablemente, en la Argentina como en toda América Latina, la explotación minera ha estado demasiadas veces en manos extranjeras y ha llevado a exportar a precio vil materiales valiosos por la incapacidad o la falta de decisión política de desarrollar una industria extractiva que agregue valor a las piedras. Tampoco hubo control alguno, ni sobre lo que se llevaban ni sobre los daños ambientales que producían. Tal es la situación de la Gran Minería, que exporta el producto de una minería metalífera hecha por extranjeros con una participación casi marginal de la Argentina, aunque se creen algunos miles de puestos de trabajo –muchos menos que los que afirma–. Esto es así aunque sea verdad que la Gran Minería cordillerana gasta menos del 1% del agua que consume la agricultura y que ésta, en las provincias andinas, hace uso ineficiente de ese elemento vital. En todo caso, nunca se menciona que la razón de la reciente furia por la explotación del oro de rocas de baja ley es el hecho de que el oro ha multiplicado su valor por cinco en una década, mientras que los costos de explotación totales sólo han aumentado un 60%. Actualmente, la tasa de ganancia neta de las empresas que extraen oro de rocas que antes no eran rentables es, pues, del orden del 150% –aun si se prescinde de los demás materiales valiosos que puede contener lo que se llevan–. En cuanto a la polémica entre la Nación y las provincias sobre la posesión se las riquezas de su subsuelo, no es de ahora. En 1827 Facundo Quiroga, el caudillo riojano, y Bernardino Rivadavia, el europeizante desconocedor del país, formaron sendas empresas –ambas con capitales británicos– para explotar las riquezas mineras del Famatina, que entonces se creían fabulosas. Para Quiroga, el Famatina era suyo. Para Rivadavia, que pronto aunque fugazmente fuera presidente de un país unitario imposible, esas riquezas eran de la Nación –es decir de su empresa inglesa y no de la empresa inglesa del provinciano–. La amenaza a los glaciares, sin embargo, es una cosa diferente. Los glaciares son la fuente de agua de grandes regiones del país, incluyendo toda la Patagonia. En la zona pampeana tiene otro origen en lo inmediato, pues proviene de los acuíferos y pantanos de Mato Grosso –que a su vez se alimentan en parte de las nieves cordilleranas–, pero el 70% de toda el agua dulce del planeta está en los glaciares, los que, de todos modos, en todo el mundo se hallan en grave retroceso debido al calentamiento global. Por lo tanto, los glaciares deben protegerse, no sólo del ataque inmediato sino de los polvos producidos por las explosiones vecinas, cuyo polvillo disminuye su reflectividad y acelera su desaparición aún más. Los glaciares no pertenecen a las provincias, ni siquiera a las naciones. Son un bien de la Tierra, un bien cuya desaparición amenaza a toda la vida terrestre. (*) Físico y Químico. Hace unos 25 años, el autor propuso personalmente a la provincia de La Rioja el desarrollo de un método para recuperar litio de las Salinas del Hombre Muerto. La oferta fue rechazada, y poco tiempo después, la concesión para la explotación de la salina fue concedida a una corporación estadounidense. Honni soit qui mal y pense (vergüenza para el mal pensado).
TOMÁS BUCH (*)
Ley de glaciares
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