“Nuestra riqueza es la diversidad”
En diciembre Héctor Tizón recibió el Premio Fondo Nacional de las Artes pero aclaró, sin falsa modestia, que “los premios tienen la paradoja de llegar cuando ya no son imprescindibles”. Dice además que el pintoresquismo es un defecto.
Los premios tienen la paradoja de llegar cuando ya no son imprescindibles, sostuvo el escritor jujeño Héctor Tizón, galardonado en diciembre con el Gran Premio Fondo Nacional de las Artes, y consideró que la diversidad de identidades constituye la riqueza de la literatura argentina. En una entrevista Tizón habló de su regreso a Yala, de la universalidad de los pueblos pequeños y de cómo el pintoresquismo no hace a la esencialidad de la literatura. Nacido en 1929, Tizón se desempeñó como diplomático y abogado durante las décadas del 50 y el 60; se instaló en España en 1976 tras el golpe de Estado en Argentina, y regresó a su país en 1982.
En la actualidad integra el Poder Judicial jujeño, aunque continúa escribiendo.
Su obra ha sido traducida al francés, inglés, ruso, polaco y alemán. Entre otras distinciones, recibió los Premios Academia Nacional de la Letras y Consagración y fue condecorado con el título de Caballero de la Orden de las Artes y las Letras, por el Gobierno de Francia.
Entre sus libros se destacan “A un costado de los rieles”, “La casa y el viento”, “Luz de las crueles provincias”, “El cantar del profeta y el bandido”, “El hombre que llegó a un pueblo”, “La mujer de Strasser y el recientemente editado “La casa y el viento”.
-¿Cree que hay una suerte de “síndrome francés” en nuestra literatura?
-Y… pareciera haber una suerte de esnobismo medio general en la Argentina: en la medida en que algo viene prestigiado desde afuera multiplica el escaso reconocimiento en el país; más aún si se refiere a la literatura y ese país es Francia.
-Fue premiado por el Fondo Nacional de las Artes y están reeditando toda su obra. ¿Cómo se lleva usted con el reconocimiento?
-Bueno, los premios tienen la paradoja de llegar cuando ya no son imprescindibles. De todos modos, minusvalorarlos sería una falsa modestia de mi parte; aunque con los años vividos a veces suenan a una especie de necrológica premonitoria ¿no?
-La imagen del “vagabundo, exiliado y regresado” que figura en sus libros pareciera haber recalado en lo que es ya su mítico retorno a Yala. ¿Este pueblo es el paisaje de su patria?
-Sí, aunque el término “patria” es una abstracción, una entelequia. Etimológicamente, es el lugar donde están enterrados los padres. Para mí, es ese lugar donde están enterrados los afectos.
-¿Escribir es una forma de desenterrarlos?
-Bueno, uno siempre escribe con la memoria. La literatura es precisamente recuperar de lo profundo esos momentos que se convierten luego en un presente más vívido que el cronológico.
-¿Cómo transitar del pintoresquismo a la literatura?
-El pintoresquismo siempre es un defecto, la aceptación de una servidumbre cultural. La gran literatura busca lo esencial. Nunca se localiza, aunque a veces aparezca el nombre de un lugar. La Mancha es todo el mundo, y el ropaje que le pongamos, los modismos o “los camellos”, como diría Borges, son innecesarios.
-¿Cuál es nuestra identidad literaria?
-Nuestra riqueza es la diversidad de identidades. Hurgar en la identidad me parece innecesario: la tenemos o no la tenemos. Los pueblos de una cultura fuerte permanecen siempre semejantes a sí mismos. Los ingleses llevan en forma portátil su anglicanismo así como los judíos han sabido soportar miles de años de persecución sin alterar su cultura. La nuestra quizá aún no está enraizada, por eso hay tanta dificultad en definirla. Mire, una vez el presidente Frondizi, en la India, miraba desde su habitación la estatua del rey Jorge de Inglaterra. Entonces preguntó por qué ocupaba un lugar tan prominente ahí, en Bombay. Y Nehru le respondió: porque el imperio británico es una parte muy importante de la India. Y esa es una gran lección. Los argentinos, en cambio, estamos siempre dispuestos a una operación que es rarísima: recibir la historia del país con beneficio de inventario. Nosotros deberíamos aceptarnos como somos, asumir que somos este país y todas las generaciones que nos precedieron.
-Usted habló una vez del peligro que entrañaba entender a la Argentina como una fatalidad…
-Esto lo señalaba yo como un peligro y como un defecto porque es también es un subterfugio para eludir responsabilidades. Lo que nos pasa lo merecemos. Si estamos padeciendo este presente es porque estamos contribuyendo a ello. ¿Por qué los dioses se comportan así conmigo? es una pregunta indulgente. Los dioses no se comportan, los argentinos se comportan. Nuestra fatalidad está construida por nosotros.
-Cómo miembro del poder judicial jujeño, ¿se le ha pasado por la cabeza actuar en política?
-Yo, en forma directa, no porque para mí ser un militante implica acostumbrarse a pensar con cierto maniqueísmo. Militante viene de “militia”; los militares están obligados a ser maniqueos, no pueden confraternizar con el enemigo. Pero yo tengo el defecto contrario: me atrae mucho el punto de vista del otro. Tiendo a confundirme en él, a involucrarme en su discurso para enriquecer el mío. Mi militancia, por tanto, se torna muy difícil. Además, un hombre así devenido en político puede convertirse en aguafiestas: de pronto empieza a hablar bien del adversario, causando desorientación y zozobra en sus filas.
-Y le quitaría tiempo para escribir…
-Sí, sobre todo eso; lo que haría que incluso escribiera mucho más, porque al no tener tiempo uno escribe demasiado. Con tiempo uno trataría de reducir y sintetizar. Yo creo en esa paradoja inversa de que mayor tiempo implica menos palabras y reflexiones más certeras. (Télam)
Gustavo Bernstein
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