Obama vacila
El presidente norteamericano Barack Obama quiere convencer tanto a sus propios compatriotas como al resto del mundo, comenzando con los líderes de Irán y Corea del Norte, además de Rusia y China, de que es un mandatario fuerte, capaz de tomar decisiones difíciles, pero también es reacio a correr riesgos, razón por la que, para el desconcierto general, optó por postergar y, tal vez, cancelar los ataques punitorios que dice creer necesarios para castigar al dictador sirio Bashar al Assad por el presunto uso de armas químicas contra los habitantes de un barrio rebelde de Damasco. De este modo Obama invirtió el principio, basado en un proverbio africano, que hizo célebre su antecesor Theodore Roosevelt según el cual siempre conviene “hablar de manera suave y llevar un gran garrote”. Luego de afirmarse más que dispuesto a aprovechar el enorme poder militar de su país para impedir que se haga rutinario el empleo de armas químicas contra civiles indefensos, el “hombre más poderoso del mundo” eligió dejar el asunto en manos del Congreso norteamericano para que comparta la responsabilidad de lo que eventualmente suceda. En términos de política interna se habrá tratado de una maniobra astuta, pero no existen motivos para suponer que ha impresionado positivamente a los dirigentes de los países árabes, Irán, Corea del Norte, Rusia y China. Por el contrario; muchos, entre ellos voceros de la dictadura siria, ya han dejado saber que en su opinión es un síntoma, uno más, de la debilitad de una superpotencia en decadencia irreversible. La cruenta guerra civil en Siria y los conflictos casi tan sanguinarios que están librándose en muchas partes del “Gran Oriente Medio” plantean a los demás, pero sobre todo a Estados Unidos y sus aliados, una serie de dilemas nada sencillos. De intervenir, no sólo se involucrarían en luchas encarnizadas entre distintas sectas religiosas y agrupaciones políticas que, en muchos casos, tienen más en común con los nazis o comunistas que con los demócratas occidentales, sino que pronto se verían acusados de ser en última instancia responsables de todas las atrocidades cometidas. En cambio, si asumen una postura neutral, limitándose a formular exhortaciones piadosas acerca de la necesidad de privilegiar la paz buscando “soluciones políticas”, además de ofrecer ayuda humanitaria, sólo envalentonarían a los más fanatizados, contribuyendo así, si bien de manera indirecta, a la violencia que en la región ya ha segado centenares de miles de vidas. Puede entenderse, pues, que Obama haya vacilado tanto. A esta altura no puede sino lamentar haberse declarado resuelto a actuar con contundencia si Al Assad cruzara “una línea roja” al usar lo que se considera uno de los arsenales químicos más mortíferos del mundo contra los insurgentes sunnitas pero, mal que le pese, es prisionero de sus propias palabras. Para batirse en retirada, acaso sólo provisoriamente, Obama pudo sacar provecho del ejemplo brindado por el primer ministro británico David Cameron, cuyo deseo de ayudar a castigar a Al Assad fue frustrado por el Parlamento que votó en contra porque el grueso de los legisladores no se sentía totalmente convencido de que haya sido el régimen el que mató a más de mil personas con gas sarín. Por su parte, el presidente francés, el socialista François Hollande, se encuentra en una posición nada cómoda; quiere disparar misiles contra blancos en Siria para forzar a la dictadura a abandonar el uso de armas “no convencionales”, pero la mayoría de sus compatriotas repudia la idea ya que, como muchos británicos y norteamericanos, le horroriza tanto lo que está ocurriendo en el mundo musulmán que se resiste a participar en los confusos enfrentamientos que lo están convulsionando. Puede que la indiferencia, cubierta de una espesa capa de palabras admonitorias, alusiones a los beneficios de la paz y la importancia de dar prioridad a los intereses nacionales, no constituya una opción realista, ya que de continuar agravándose los conflictos entre sunnitas y chiitas, islamistas y laicos, mayorías intolerantes y minorías vulnerables, no habrá forma de impedir que los europeos y, en menor grado, los norteamericanos sientan el impacto pero, dadas las circunstancias, es comprensible que tantos quisieran procurar alejarse lo más posible de conflagraciones que no están en condiciones de apagar.
El presidente norteamericano Barack Obama quiere convencer tanto a sus propios compatriotas como al resto del mundo, comenzando con los líderes de Irán y Corea del Norte, además de Rusia y China, de que es un mandatario fuerte, capaz de tomar decisiones difíciles, pero también es reacio a correr riesgos, razón por la que, para el desconcierto general, optó por postergar y, tal vez, cancelar los ataques punitorios que dice creer necesarios para castigar al dictador sirio Bashar al Assad por el presunto uso de armas químicas contra los habitantes de un barrio rebelde de Damasco. De este modo Obama invirtió el principio, basado en un proverbio africano, que hizo célebre su antecesor Theodore Roosevelt según el cual siempre conviene “hablar de manera suave y llevar un gran garrote”. Luego de afirmarse más que dispuesto a aprovechar el enorme poder militar de su país para impedir que se haga rutinario el empleo de armas químicas contra civiles indefensos, el “hombre más poderoso del mundo” eligió dejar el asunto en manos del Congreso norteamericano para que comparta la responsabilidad de lo que eventualmente suceda. En términos de política interna se habrá tratado de una maniobra astuta, pero no existen motivos para suponer que ha impresionado positivamente a los dirigentes de los países árabes, Irán, Corea del Norte, Rusia y China. Por el contrario; muchos, entre ellos voceros de la dictadura siria, ya han dejado saber que en su opinión es un síntoma, uno más, de la debilitad de una superpotencia en decadencia irreversible. La cruenta guerra civil en Siria y los conflictos casi tan sanguinarios que están librándose en muchas partes del “Gran Oriente Medio” plantean a los demás, pero sobre todo a Estados Unidos y sus aliados, una serie de dilemas nada sencillos. De intervenir, no sólo se involucrarían en luchas encarnizadas entre distintas sectas religiosas y agrupaciones políticas que, en muchos casos, tienen más en común con los nazis o comunistas que con los demócratas occidentales, sino que pronto se verían acusados de ser en última instancia responsables de todas las atrocidades cometidas. En cambio, si asumen una postura neutral, limitándose a formular exhortaciones piadosas acerca de la necesidad de privilegiar la paz buscando “soluciones políticas”, además de ofrecer ayuda humanitaria, sólo envalentonarían a los más fanatizados, contribuyendo así, si bien de manera indirecta, a la violencia que en la región ya ha segado centenares de miles de vidas. Puede entenderse, pues, que Obama haya vacilado tanto. A esta altura no puede sino lamentar haberse declarado resuelto a actuar con contundencia si Al Assad cruzara “una línea roja” al usar lo que se considera uno de los arsenales químicos más mortíferos del mundo contra los insurgentes sunnitas pero, mal que le pese, es prisionero de sus propias palabras. Para batirse en retirada, acaso sólo provisoriamente, Obama pudo sacar provecho del ejemplo brindado por el primer ministro británico David Cameron, cuyo deseo de ayudar a castigar a Al Assad fue frustrado por el Parlamento que votó en contra porque el grueso de los legisladores no se sentía totalmente convencido de que haya sido el régimen el que mató a más de mil personas con gas sarín. Por su parte, el presidente francés, el socialista François Hollande, se encuentra en una posición nada cómoda; quiere disparar misiles contra blancos en Siria para forzar a la dictadura a abandonar el uso de armas “no convencionales”, pero la mayoría de sus compatriotas repudia la idea ya que, como muchos británicos y norteamericanos, le horroriza tanto lo que está ocurriendo en el mundo musulmán que se resiste a participar en los confusos enfrentamientos que lo están convulsionando. Puede que la indiferencia, cubierta de una espesa capa de palabras admonitorias, alusiones a los beneficios de la paz y la importancia de dar prioridad a los intereses nacionales, no constituya una opción realista, ya que de continuar agravándose los conflictos entre sunnitas y chiitas, islamistas y laicos, mayorías intolerantes y minorías vulnerables, no habrá forma de impedir que los europeos y, en menor grado, los norteamericanos sientan el impacto pero, dadas las circunstancias, es comprensible que tantos quisieran procurar alejarse lo más posible de conflagraciones que no están en condiciones de apagar.
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