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Contra una política parroquial

Los principales vehículos a través de los cuales se promueven y fortalecen los vínculos son los hombres de negocios, los académicos, los científicos y artistas.

Redacción

Por Redacción

Por Maximiliano Gregorio-Cernadas *

La geopolítica, que es caprichosa pues concede y despoja dones con igual prodigalidad, ha bendecido a la Argentina con tanta seguridad preservándola de conflictos mundiales, como la ha condenado a la lejanía de los flujos internacionales de bienestar, lo cual la ha obligado históricamente y continuará haciéndolo por siempre, a esmerarse en contrarrestar esas distancias materiales y espirituales, como lo lograra exitosamente desde fines del siglo XIX hasta mediados del XX, mediante la institucionalización, la inmigración, la incorporación de tecnologías de transporte y conservación, la educación, el comercio y las inversiones a escala y códigos globales.

No por azar, el encapsulamiento físico y mental que la Argentina se auto impusiera como rechazo al orden surgido de la Segunda Guerra Mundial, coincidió con el implacable proceso de decadencia del país, hasta alcanzar su apogeo actual, cuando los argentinos casi sin percatarse de ello, como la rana en la olla, están habituándose a una forma insular de vivir que exalta como modelos las de Cuba y Venezuela.

Cuando se pregunta en el Correo Argentino si un sobre llegará a un destino no remoto sino europeo, el empleado levanta las manos al cielo indicando que está en manos de Dios; para que una niña reciba un libro de cuentos de una amiga en París, sus padres deberán sortear extenuantes trámites, obtener un poder ante escribano público o llevar a la menor a la Aduana y soportar el maltrato de sus empleados como si fuese un contrabandista; enviar o recibir el giro internacional de una suma insignificante constituye una odisea casi imposible; hace tiempo que falta acetato para las placas de rayos X; los pasajes al exterior superan su valor internacional por la cantidad de impuestos que incluyen; escasean combustibles e insumos básicos para muchos productos; y se van diluyendo los estándares culturales internacionales que distinguían a los argentinos, entre quienes cada vez es más arduo hallar quien hable un idioma conocido, sepa comportarse en un concierto o imagine un mundo más allá de Miami.

Este proceso no resulta de ninguna invasión extranjera o catástrofe natural, sino de la lógica consecuencia de una prolongada y pertinaz política inspirada en la piedra filosofal de que “vivir con lo nuestro” nos liberará de las garras diabólicas de los países desarrollados y sus secuaces locales, lo cual, en rigor, no constituye más que una forma de conservadurismo retrógrado y de cabotaje, disfrazado de patriotismo, una artimaña para consumo interno, que produce como efecto todo lo contrario a lo que proclama: exalta la desidia y empobrece al ciudadano y al país.

El trasfondo de esta argucia política radica en que, así como existe un vínculo necesario entre política interna y política externa, también lo hay entre parroquialismo e integración al mundo, que está atado a la exigencia vital de los populismos de perfeccionar su control interno mediante la construcción de enemigos foráneos y cipayos, y la consiguiente fantasía virtuosa del nacionalismo, uno de los más clásicos instrumentos de todo régimen de ese tipo, como lo ha demostrado entre nosotros el rosismo, el peronismo y los gobiernos militares, los cuales han coincidido exitosamente en la difusión de los beneficios del aislamiento.

Pero, sobre todo, acaso el daño más profundamente deletéreo que en estos últimos veinte años se haya infringido contra el espíritu argentino, haya consistido en horadar su característica sed de nutrirse e interactuar con lo mejor del mundo, de aspirar a la excelencia de lo universal, tal como se lograra en alguna época, impregnando nuestra cultura, producción, deportes, y otras expresiones de nuestra sociedad que no se rinden y perseveran.

Los principales vehículos a través de los cuales se promueven y fortalecen esos vínculos son los hombres de negocios, los académicos, los científicos y los artistas, en especial de aquellos que circulan y triunfan en el mundo, pues son ellos los que constituyen vectores a través de cuyos intercambios el país puede mantener sus aspiraciones elevadas a los más altos estándares internacionales.

Sin embargo, esa tarea no puede reducirse a una empresa privada e individual. El estrechamiento de los lazos con el mundo debería constituir un interés nacional de la más alta prioridad, como lo ha sido para Corea del Sur y otras naciones distantes que lograron despertar de sombrías decadencias, pues la existencia misma de la Argentina depende de no caer en la insularidad, a menos que se aspire a vivir de las divisas que dejen los turistas por disfrutar de servicios de lujo vedados a los locales, de tours por las villas miserias, de la prostitución, de tomarse fotos ante las tumbas de líderes nostálgicos o conducir autos decrépitos disfrazados de oldtimers.

Cabe en este sentido una ciclópea tarea de reconstrucción, fundamental para el destino general de la Argentina, y que radica en desplegar una política nacional estratégica, que sirva de paraguas y ordenadora de varias otras, promotoras en todos los ámbitos esenciales (inversiones, comercio, tecnología, educación y cultura) de la recuperación y el enriquecimiento de aquellos vínculos con los grandes centros productores de desarrollo y civilización del mundo, que entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX la transformaron de un desierto anárquico y ensimismado en una de las primeras potencias del planeta.

* Diplomático de carrera y miembro del Club Político Argentino y de la Fundación Alem.


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