Creer nos hizo humanos


Desde que el homo sapiens tiene lenguaje (hace aproximadamente entre 100.000 y 70.000 años) se angustia. Es el animal que se deprime. Sabe que morirá y no sabe para qué vive.


Ninguna persona vive pensando que las cosas en las que cree (que vive en tal calle, que pesa tantos kilos, que tiene tanto dinero en el banco) son ficciones. Todos creemos que el mundo en el que vivimos es real. Pensamos que pesar 70 kilos, que haga 14º centígrados de temperatura o que compremos pan en la panadería es algo “natural” o “normal”. Pero no hay nada en el mundo que tenga sentido. Sencillamente porque el mundo no tiene sentido. Simplemente es, y es así: sin narración que pueda explicarlo. Incluso no sabemos si “simplemente ser” ya no es una de esas ficciones que inventamos los humanos. Inventar ficciones es lo que nos hace humanos. Podemos inventarlas porque tenemos un lenguaje que nos permite eso.

Los demás animales no saben que van a morir. No lo saben porque no tienen lenguajes capaces de crear ficciones. Como dijo Keynes, sobre el futuro lo único que sabemos es que estaremos muertos. Y esa certeza en la muerte nos hace pedirle un sentido al mundo. Si el mundo no tiene sentido, ¿para qué vivimos? El problema es que el mundo no tiene ningún sentido ni tampoco está interesado en nada (ni siquiera en respondernos sobre el sentido o para qué deberíamos vivir). Los animales, como no conocen la muerte, pueden vivir por pura potencia de su existir. Es la pulsión de vida la que los impulsa. Pero nosotros sabemos que existe la muerte y por eso queremos que haya un motivo por el cual vivir.

Desde que el homo sapiens tiene lenguaje (hace aproximadamente entre 100.000 y 70.000 años) se angustia. Es el animal que se deprime. Sabe que morirá y no sabe para qué vive. Junto al lenguaje (y a la angustia por la finitud de la vida) el homo sapiens comenzó a crear ficciones: le fue dando sentido a todo lo que existe. No solo nombró las cosas (acá hay un árbol, vamos a cazar un antílope) sino que fue creando historias, inventando mitos y eso le permitió formar grupos grandes (unos 500 hombres trabajando juntos; eso es algo que los demás animales jamás podrían haber hecho).

Hasta hace 20.000 años los mitos compartidos eran mucho menos complejos que las religiones y las creencias que se produjeron en la era de las civilizaciones sedentarias (la que comenzó hace unos 6000 años), cuando aparecieron los primeros grandes imperios (Babilonia, China, Egipto y la cultura centroamericana). “Nunca convenceremos a un mono para que nos dé un plátano con la promesa de que si lo hace ahora, después de morir obtendrá un número ilimitado de bananas, cuando su alma llegue al cielo de los monos”, dice el historiador de la cultura Yuval Noah Harari en una entrevista. Pero los humanos -al menos, algunos humanos- creen que hay un cielo que nos espera.

La diferencia crucial entre el homo sapiens y los demás animales es que los sapiens no sólo son capaces de imaginarse cosas que nunca han visto, tocado ni oído, sino que, además, pueden convencer a otras personas de que sus fantasías son verdaderas. Harari agrega que “cualquier chimpancé puede avisar a sus compañeros de manada sobre un peligro con un alarido específico que significa: ‘¡cuidado, viene un león!’. Pero solo los sapiens adquirieron la capacidad para inventar algo tan falso como una creencia que diga ‘el león es el espíritu guardián de nuestra tribu’ y hacer que otros humanos lo crean.”

Cuando hablamos de antiguos mitos que han caído en desuso (o incluso de ideas religiosas que muchos ahora cuestionan) es fácil aceptar que el mundo de esas creencias es una mera construcción de la mente humana, pero es menos sencillo ver que absolutamente todo lo que nos rodea es una ficción: desde la más poderosa, el dinero, hasta las marcas de los productos, pasando por el fanatismo deportivo o el amor por un grupo musical o la nostalgia que nos da volver al barrio en el que pasamos la infancia. Todo nuestro mundo es ficcional y simbólico.

Hay creencias ficcionales que han caído en desuso y ya las vemos como mitos del pasado. Pero todo aquello en lo que hoy todavía creemos es también una ficción (que los humanos del futuro verán como mitos del pasado), aunque nosotros no podamos más que creer en todo ello como si fuera “la realidad” más objetiva. Lo cierto es que no hay realidad objetiva para nuestra mente: nada de lo humano deja de ser ficción. Todo es relato. Todo es creencia.

Así funciona nuestra mente: por eso no podemos no creer en las ficciones que inventamos. Las necesitamos. Le dan sentido a nuestra vida. Cuando las dejamos de creer nos deprimimos, vemos que no hay sentido y nos angustiamos. Por eso preferimos refugiarnos en las creencias. En cualquier creencia. Incluso las más estrafalarias ya no nos parecen tan fantasiosas si la alternativa es comprender que nada tiene sentido.


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