De la Sofía de Rousseau a la Sophia algorítmica: la sabiduría que nos educa y nos consume
La Sophia algorítmica no enseña a pensar; predice. Su objetivo no es la autonomía, sino la permanencia. Y esa diferencia filosófica tiene consecuencias jurídicas, económicas y emocionales.
Todo empezó con un nombre: Sofía. Pero no solo significa «sabiduría» en griego; es, además, uno de los nombres más elegidos del mundo. Figura entre los más populares en Argentina y fue declarado en varios estudios como «el nombre más bonito del planeta». Suena dulce, universal, armonioso. Pero detrás de esa perfección fonética se esconde una historia más profunda: la de una «sabiduría» que, desde Rousseau hasta la inteligencia artificial, ha cambiado de cuerpo, de propósito y de poder.
En el siglo XVIII, Rousseau llamó Sofía a la sabiduría: la mujer que educaba con prudencia al hombre ilustrado. Tres siglos después, la tecnología volvió a elegir ese mismo nombre -Sophia- para bautizar a una inteligencia artificial. La diferencia es que ahora la «sabiduría» no enseña: predice. No forma ciudadanos, sino consumidores.
La «sabiduría» en tiempos de Rousseau tenía cuerpo de mujer y alma de virtud. Educaba, consolaba, esperaba. Dos siglos más tarde, el nombre volvió, esta vez con piel de silicona y mirada digital. Sophia, la inteligencia artificial, ya no enseña lo que está bien, sino lo que conviene. Los nombres, al parecer, también evolucionan. O se reprograman.
El diseño de Rousseau
Cuando Jean-Jacques Rousseau publicó «Emilio, o De la educación» en 1762, un tratado filosófico sobre la educación que expone su visión de cómo educar a un individuo para preservar su bondad natural frente a la sociedad, la diseñó como mujer imaginaria destinada a formar moralmente al futuro ciudadano.
No era un personaje secundario: era la guardiana de la virtud doméstica, la inteligencia prudente, la pedagoga silenciosa, enseñaba sin imponerse: modelaba hábitos, emociones, límites. Si Emilio iba a moverse en la república, ella debía asegurarse de que supiera «cómo» hacerlo.
Dos siglos y medio después, la historia parece repetirse, pero con un giro inquietante. Hoy, la industria tecnológica bautiza Sophia a un robot humanoide con inteligencia artificial, con rostro femenino que habla, puede guiar, recomendar productos, moderar emociones y predecir comportamientos.
¿Cómo llegamos a Sophia?
La sabiduría ya no es virtud moral; es estadística, segmentación, scoring. La pregunta es inevitable: ¿cómo llegamos de la Sofía que educaba al ciudadano a la Sophia que entrena al consumidor?
Rousseau la feminizó para reproducir un orden social: la mujer como mediadora moral del hogar, complemento necesario del hombre público. Ese diseño filosófico fue muy efectivo: disciplinaba desde adentro, sin coerción, mediante afecto y moderación.
La Sophia contemporánea replica el mecanismo, pero ya no moldea virtudes civiles: moldea decisiones de compra. Reorganiza nuestro tiempo, empuja recomendaciones, optimiza nuestro deseo. Lo hace con voz amable, mirada empática, y disponibilidad 24/7.
Antes había moral, hoy hay métricas. La Sophia algorítmica no enseña a pensar; predice. No evalúa el bien común; optimiza conversión. Su objetivo no es la autonomía, sino la permanencia. Y esa diferencia filosófica tiene consecuencias jurídicas, económicas y emocionales.
La industria descubrió que, si damos rostro femenino a la interfaz, el usuario: confía más, acepta sugerencias, conversa más tiempo, comparte más datos. El marketing lo llama «UX emocional» o «diseño emocional en UX», es la práctica de diseñar productos y servicios digitales para evocar intencionalmente emociones específicas en los usuarios, más allá de la simple funcionalidad.
Lealtad a la marca
Su objetivo es crear experiencias que generen una conexión positiva y memorable, fomentando la lealtad a la marca al hacer que los usuarios se sientan felices, satisfechos o emocionados. Esto se logra a través de elementos visuales como el color y la forma, así como de la interacción y la personalización. La sociología lo llama reproducción de estereotipos.
El mismo mecanismo psicológico que Rousseau exigía de Sofía: educar sin parecer que educa. Rousseau imaginó a Emilio saliendo a la vida pública, emancipado, Emilio crece. La educación tenía un punto final: la adultez.
En cambio, la Sophia algorítmica nos organiza para que no dejemos nunca de consumir contenido, bienes y atención. Somos adultos que nunca llegan: siempre hay una notificación pendiente, un consejo algorítmico, un “producto que podría gustarte”. Nadie gradúa al usuario. El consumidor nunca termina, o tal vez sí, tan sólo se consume.
La Sophia algorítmica es, al mismo tiempo: menos que persona, más que objeto, y un producto profundamente rentable. Su poder no depende de su cuerpo, sino de nuestro comportamiento digital. Rousseau utilizaba la sabiduría para guiar la república. Las plataformas utilizan la sabiduría para guiar la economía.
Persiste el método
Si la Sofía ilustrada moldeaba costumbres para formar ciudadanos, la Sophia algorítmica moldea hábitos para formar compradores. En ambos casos, el movimiento es interno, íntimo, afectivo. Cambia el sistema; persiste el método.
¿Qué hacemos con esta nueva Sofía? No se trata de destruir tecnología, sino de desnudar la narrativa que la envuelve. Entender que: los nombres tienen historia, los rostros tienen sesgo, la empatía puede ser interfaz, la sabiduría puede ser mercancía.
Emilio necesitó educación para ser ciudadano. Nosotros necesitamos educación para no ser solo consumidores. La sabiduría que no se cuestiona se vuelve obediencia. Rousseau lo sabía. Las plataformas también.
(*) Directora del Instituto de Derecho e Inteligencia Artificial del Colegio de Abogados y Procuradores de Neuquén.
Todo empezó con un nombre: Sofía. Pero no solo significa "sabiduría" en griego; es, además, uno de los nombres más elegidos del mundo. Figura entre los más populares en Argentina y fue declarado en varios estudios como "el nombre más bonito del planeta". Suena dulce, universal, armonioso. Pero detrás de esa perfección fonética se esconde una historia más profunda: la de una "sabiduría" que, desde Rousseau hasta la inteligencia artificial, ha cambiado de cuerpo, de propósito y de poder.
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