Derechistas por doquier


Apesar de -o a causa de – la conducta antipática, para no decir grotesca, de sus protagonistas, tanto el trumpismo como el bolsonarismo disfrutan de muy buena salud. No están por irse.


Estados Unidos es un país opulento con un ingreso per cápita que cuadruplica aquel de Brasil, pero las diferencias políticas entre los dos gigantes del hemisferio occidental no parecen ser tan grandes como sería razonable suponer. Si bien el desarrollo económico sirve para mejor las condiciones materiales de vida del grueso de la población de un país, no suele modificar mucho la actitud de las personas frente a problemas relacionados con las comunidades, sean éstas nacionales o vecinales, a las que pertenecen. No sorprende, pues, que presuntas innovaciones ideológicas que se registran en un país pronto se vean replicadas en otras en que tanto la realidad socioeconómica como las tradiciones políticas son radicalmente distintas.

Es lo que está ocurriendo con lo que muchos toman por una nueva derecha o, para los más preocupados, “ultraderecha”, que está abriéndose camino en buena parte de Europa, tiene bases muy firmes en Estados Unidos y acaba de reafirmarse en Brasil. Aunque en la primera vuelta de las elecciones presidenciales, el derechista belicoso Jair Bolsonaro perdió frente al izquierdista moderado Luiz Inácio “Lula” da Silva, en las legislativas, muchos candidatos del mismo espacio superaron a sus contrincantes y están preparándose para frenar cualquier intento de emprender reformas que podrían considerarse socialistas y que por lo tanto plantearían una amenaza a su propia filosofía de vida.

Dicen que a Bolsonaro le gusta que lo llamen “el Trump de los trópicos” porque entiende que tiene mucho en común con el disruptivo ex mandatario norteamericano que, para indignación de las elites occidentales, se niega a abandonar el centro del escenario político del país más poderoso del planeta. Además de ubicarse en el lado derecho del mapa ideológico un tanto envejecido que virtualmente todos usan, a los dos les encanta escandalizar a sus adversarios, lo que hacen insultándolos y hablando con desprecio del ideario progresista que cuenta con la adhesión de la mayoría de aquellos que ocupan posiciones influyentes en el mundo académico y en los medios periodísticos más prestigiosos.

Ambos personajes han logrado articular movimientos políticos muy fuertes. Aunque Donald Trump perdió frente a Joe Biden en las elecciones de noviembre de 2020 y desde entonces ha sufrido varios reveses judiciales, conserva un nivel de apoyo tan importante que a juicio de muchos podría regresar a la Casa Blanca en 2025. Lo mismo ha ocurrido con Bolsonaro; el domingo pasado, no sufrió la derrota aplastante que habían previsto los encuestadores. Si bien parece más que probable que Lula triunfe en la vuelta final de la contienda presidencial, los simpatizantes del presidente actual se han hecho aún más fuertes que antes en el Congreso y se consolidaron en las gobernaciones de estados tan emblemáticos como Río de Janeiro.

Es evidente, pues, que a pesar de -o a causa de- la conducta a menudo antipática, para no decir grotesca, de sus protagonistas, tanto el trumpismo como el bolsonarismo disfrutan de muy buena salud. No están por irse, como sería el caso si dependieran de nada más que la popularidad efímera de políticos de retórica furibunda que por un rato sabían vincularse anímicamente con un sector amplio del electorado: mientras que muchos que siguen votando por Trump afirman sentirse ofendidos por su forma de hablar y sus gustos ramplones, otros festejan su capacidad para hacer estallar de ira a sus críticos. Bolsonaro se ha visto beneficiado por la misma ambigüedad; puede que sea difícil tomar en serio todo cuanto dice, pero a juicio de quienes lo apoyan en las urnas, por lo menos sirve para incomodar a los convencidos de su propia superioridad moral.

Aunque muchos califican de “fascistas” o “protofascistas” a los partidarios del norteamericano y su émulo brasileño, hasta ahora por lo menos, ninguno se ha propuesto militarizar el descontento que tantos sienten; les basta con oponerse de manera estridente a tendencias internacionales que asustan a la mayoría de sus compatriotas. Mientras que los fascistas originales, comenzando con Benito Mussolini, eran colectivistas que exaltaban la disciplina castrense, Trump propende a privilegiar el desorden individualista. En cuanto a los militantes de Bolsonaro, un hombre que, a diferencia del norteamericano, por su formación sí podría sentirse tentado a procurar convertirse en un jefe fascista tradicional, tampoco se destacan por su voluntad de actuar como soldados de un jefe infalible, ya que lo que los mantiene unido no es el entusiasmo por un proyecto político determinado sino la oposición a otro, el liderado coyunturalmente por Lula, que les parece antinatural.


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