Dilemas democráticos


Los gobiernos se ven constreñidos a elegir entre privilegiar la eficiencia económica del conjunto por un lado y, por el otro, dar prioridad a los intereses de una mayoría perjudicada por las nuevas tecnologías.


Donald Trump cosecha en el descontento. Foto AP/Yuki Iwamura.

Si bien es tentador suponer que el caso argentino es sui géneris por tratarse de los problemas de una sociedad que, para desconcierto de estudiosos de otras latitudes, se empobreció voluntariamente en una época en que el desarrollo económico era considerado normal, el mal que hizo del país una excepción apenas comprensible está propagándose por el resto del mundo democrático donde está cobrando fuerza una rebelión contra la modernidad.

Algo parecido sucedió aquí a mediados del siglo pasado, cuando el entonces coronel Juan Domingo Perón logró aprovechar el malestar ocasionado por los cambios económicos y culturales que seguirían al triunfo de la causa aliada en la Segunda Guerra Mundial. Estamos viviendo las consecuencias a largo plazo que tendría el movimiento de repudio de lo que, por mucho tiempo, sería la forma de pensar dominante en los países más avanzados, ricos y democráticos.

Para los reacios a privilegiar lo económico por encima de casi todo lo demás, aferrarse a modalidades que a juicio de otros son anticuadas dista de ser irracional, pero sucede que muchos que se afirman motivados por principios éticos elevados están más que dispuestos a sacar provecho de oportunidades para enriquecerse, de ahí el desprestigio de un oficio que en teoría tendría que ser monopolizado por idealistas que subordinan sus propios intereses al bienestar común. Aunque todos se ven obligados a hablar como altruistas benévolos, demasiados consiguen convertirse en millonarios, acumulando mansiones, autos de alta gama, aviones privados y otros bienes de lujo.

Mientras tanto, en América del Norte, Europa y el Japón, sectores crecientes que se habían visto beneficiados por el progreso material que, en la segunda mitad del siglo XX, modificó radicalmente casi todas las sociedades democráticas, se sienten rezagados y temen seguir perdiendo terreno. Puede que exageren aquellos pesimistas que prevén la virtual eliminación de la clase media de los países más prósperos de resultas de los cambios que están en marcha, pero es innegable que muchas personas que se habían acostumbrado a un nivel de vida envidiable tienen buenos motivos para creerse incapaces de superar los desafíos planteados por la proliferación de nuevas tecnologías que, de la noche a la mañana, están eliminando puestos de trabajo que habían sido bien remunerados.

Los perjudicados por tales cambios económicos ya se cuentan por decenas de millones; muchísimos más temen compartir su destino. En Estados Unidos, el más beneficiado por lo que los así descolocados atribuyen a la mala fe de una “clase política” tradicional que no ha hecho lo bastante como para ayudarlos, ha sido Donald Trump, un personaje extravagante cuya influencia se basa en la convicción difundida de que miembros de una “elite” supuestamente progresista, que ni siquiera intentan ocultar el desprecio que sienten por la mayoría de sus compatriotas, están procurando consolidar un orden que en el fondo sería más dictatorial que democrático, si bien juran que no se les ocurriría violar las reglas constitucionales.

En los países europeos, sentimientos similares están modificando drásticamente el panorama político. Hasta hace un par de décadas, los más favorecidos por lo que está sucediendo hubieran sido izquierdistas de diverso tipo, pero todos los partidos de inspiración socialista, marxista-leninista o trotskista se han aburguesado al ser capturados por abogados, académicos y otros que, a juicio de la mayoría, representan a “la elite”, razón por la que tales agrupaciones se han visto desplazadas por movimientos que, como el peronismo durante buena parte de su vida, suelen ser calificados de “derechistas”.

Partidos como Hermanos de Italia de la actual jefa del gobierno, Giorgia Meloni, y la Agrupación Nacional de Marine Le Pen, que según las encuestas podría ser la próxima presidenta de Francia, y otros de ideas similares han agregado al nacionalismo un recetario económico laborista. La mezcla resultante les ha permitido ganar la adhesión de quienes encuentran hostil el mundo que está configurándose y quisieran recuperar las certezas de ayer.

Es poco probable que lo logren. Hoy en día, los gobiernos nacionales se ven constreñidos a elegir entre privilegiar la eficiencia económica del conjunto por un lado y, por el otro, dar prioridad a los intereses de la mayoría. Por mucho que se nieguen a reconocer que sea una cuestión de alternativas, entienden que, si pierden la carrera tecnológica, la comunidad que depende de sus decisiones correrá peligro de depauperarse, pero que a menos que protejan económicamente al grueso de sus integrantes demorando los cambios tecnológicos, podrían verse ante un desastre aún mayor.


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