Elecciones 2025: del histórico bipartidismo a un nuevo orden político

La grieta no es una ideología: es una enfermedad del alma pública. Si los jóvenes crecen creyendo que hacer política es odiar, la democracia pierde su sentido moral.

Foto: Gentileza NA.

Las elecciones legislativas de 2025 dejaron mucho más que un nuevo reparto de bancas: dejaron un espejo. En él se refleja una sociedad cansada, desconfiada y dividida, que parece haber perdido la fe en la política como instrumento de transformación. En una democracia, cada voto debería expresar una esperanza; sin embargo, en la Argentina de hoy, el voto muchas veces se convierte en un grito, en una reacción, en un “no” antes que en una propuesta.

Con casi el total de mesas escrutadas, La Libertad Avanza (LLA) obtuvo cerca del 41 % de los votos, consolidándose como primera fuerza nacional. Fuerza Patria, el nuevo frente peronista, se ubicó en torno al 32 %, mientras que la UCR, históricamente columna vertebral del sistema de partidos argentino, apenas superó el 1 % en algunos distritos. En la provincia de Buenos Aires, la diferencia fue mínima LLA 41,5 % y Fuerza Patria 40,8 %, mientras que, en la Ciudad, el oficialismo libertario alcanzó el 47 %. Detrás de los números se esconde algo más profundo: un cambio de era política.

Durante décadas, la Argentina vivió bajo un esquema de bipartidismo imperfecto, en el que el Justicialismo y la Unión Cívica Radical representaban las dos grandes almas políticas del país. Ese modelo, con alternancias, tensiones y acuerdos, sostuvo la gobernabilidad democrática desde 1983. Hoy, ese equilibrio se transformó en una disputa entre La Libertad Avanza y Fuerza Patria, con un radicalismo debilitado y una sociedad que parece elegir entre dos polos que concentran no sólo votos, sino también emociones.

Este nuevo sistema refleja un desplazamiento sociológico: la política ya no organiza identidades duraderas, sino que canaliza frustraciones momentáneas. Las promesas de cambio radical, los discursos antisistema y el enojo con “la casta” movilizan a sectores que antes encontraban contención en los partidos tradicionales. La política dejó de ser pertenencia y se volvió consumo: se elige, se usa y se descarta.

Pero esta mutación no sólo afecta a los partidos, afecta al tejido social. En los últimos años vimos conflictos que revelan la fragilidad de nuestra empatía colectiva: el reclamo de los trabajadores del Garrahan, la indiferencia hacia las personas con discapacidad, la angustia de los jubilados que sienten que el sistema los abandona. Estos hechos, sumados a la crisis económica, erosionan la confianza entre los argentinos. Nos hemos acostumbrado a mirar el dolor ajeno con distancia, como si no nos interpelara.

En ese contexto, el radicalismo enfrenta un desafío histórico: recuperar su sentido original. Ser radical hoy no puede significar aferrarse al pasado, sino rescatar valores, la ética del diálogo, la idea de bien común, la convicción de que la política debe servir y no servirse. El radicalismo nació para educar cívicamente, para demostrar que se puede gobernar sin odio y que el consenso no es debilidad, sino madurez democrática. Esa misión no ha perdido vigencia: por el contrario, nunca fue tan necesaria.

El odio se ha vuelto una moneda cotidiana. En redes, en las calles, en los debates públicos, se confunde el adversario con el enemigo. La política se vive como un clásico de fútbol: se festeja la derrota del otro más que el triunfo propio. Y sin embargo, la democracia no sobrevive con hinchadas: sobrevive con ciudadanos. El odio desintegra lo que la política debería unir.

Raúl Alfonsín lo advirtió hace décadas: “La política no puede ser un campo de batalla donde se destruye al adversario, sino un espacio donde se buscan coincidencias.” Hoy, esas palabras resuenan con fuerza. La grieta no es una ideología: es una enfermedad del alma pública. Si los jóvenes crecen creyendo que hacer política es odiar, la democracia pierde su sentido moral.

Hace falta reconstruir un bien político-social, una idea común que nos devuelva la noción de destino compartido. Que nos recuerde que la política no es espectáculo ni revancha, sino el arte de convivir. Como decía Alfonsín: “Con la democracia se come, se cura y se educa.” No fue una frase ingenua, sino un programa ético. Nos señalaba que la verdadera tarea democrática es garantizar dignidad, empatía y justicia.

La Argentina necesita volver a creer. No en mesías ni en enemigos, sino en instituciones, en respeto y en diálogo. El voto es sólo el inicio; la convivencia, el desafío. Si queremos que la política deje de parecer un clásico de Boca y River, debemos recuperar algo más profundo: la conciencia de que, aunque pensemos distinto, compartimos el mismo país.


Foto: Gentileza NA.

Las elecciones legislativas de 2025 dejaron mucho más que un nuevo reparto de bancas: dejaron un espejo. En él se refleja una sociedad cansada, desconfiada y dividida, que parece haber perdido la fe en la política como instrumento de transformación. En una democracia, cada voto debería expresar una esperanza; sin embargo, en la Argentina de hoy, el voto muchas veces se convierte en un grito, en una reacción, en un “no” antes que en una propuesta.

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