¿Pensamos o somos pensados? La trampa del discurso en la cultura
Cuando el insulto, el desprecio o la descalificación se vuelven cotidianos, dejan de percibirse como agresiones y se convierten en una forma naturalizada de relación.

Dice Silvia Bleichmar que “el hecho de que los seres humanos sean crías destinadas a humanizarse en la cultura marca un punto insoslayable de su constitución: la presencia del semejante es inherente a su organización misma. En el otro se alimentan no solo nuestras bocas sino nuestras mentes; de él recibimos junto con la leche, el odio y el amor, nuestras preferencias morales y nuestras valoraciones ideológicas.”
Vivimos convencidos de que nuestras opiniones son nuestras, de que al pronunciarlas estamos ejerciendo un acto autónomo de pensamiento. Sin embargo, gran parte de lo que decimos y creemos proviene de discursos ajenos, de enunciados ya elaborados que se nos imponen como propios. El sujeto humano, en su fragilidad inicial, es siempre atravesado por el otro, por la cultura y por el lenguaje.
Como nos recuerda Bleichmar, no hay constitución posible sin el semejante. Lacan lo expresaba con crudeza: “usted puede saber lo que dijo, pero nunca lo que el otro escuchó”. El lenguaje nunca se agota en lo que intentamos transmitir; se abre a interpretaciones infinitas que no controlamos. Desde el inicio, el ser humano se encuentra capturado en esa red simbólica que le asegura la existencia, pero que al mismo tiempo lo condena a un universo de sentidos inagotables.
Tal cual lo mostró magistralmente Borges en El Aleph: la simultaneidad de lo real resulta imposible de transmitir, porque el lenguaje solo permite una transcripción sucesiva y parcial. Cada palabra ordena, traduce, pero también limita. En esa tensión se juega nuestra existencia: hablar es existir, pero también ceder a un orden previo que nos condiciona.
Es que no pensamos, somos pensados. Los medios de comunicación, las instituciones educativas y las industrias culturales funcionan como engranajes que modelan el sentido común. Desde la infancia, las ideas nos llegan junto con la leche materna, pero en la actualidad también con los titulares, las publicidades y las pantallas. Es el discurso del amo en su versión contemporánea: una red de significados que organiza lo decible, lo pensable, lo creíble.
Por eso, quienes opinan creyendo que piensan por sí mismos, muchas veces no hacen más que repetir lo que ya fue dicho por otros. Discursos prefabricados, eslóganes vacíos, frases hechas que circulan como moneda corriente y se instalan como verdades evidentes. La trampa es creer que la voz que pronunciamos es propia, cuando en realidad es eco.
Ahora bien, el problema no queda en el terreno de las ideas. Al banalizar el discurso violento, lo que está en juego no es solo el sentido de las palabras, sino también la vida misma. Cuando el insulto, el desprecio o la descalificación se vuelven cotidianos, dejan de percibirse como agresiones y se convierten en una forma naturalizada de relación. Esa naturalización abre la puerta a conductas que replican la misma lógica: el maltrato en los vínculos, la discriminación sistemática, la exclusión social. Y en sus expresiones más extremas, la violencia vuelve sobre el propio cuerpo: autolesiones, consumos compulsivos, intentos y suicidios. La palabra hostil crea un clima que autoriza y legitima el golpe, la humillación o el abandono. Por eso no es ingenuo cómo hablamos ni qué discursos repetimos: en ellos se juegan los límites de lo posible, de lo soportable y, muchas veces, de lo vivible.
El ser humano nace sujeto al otro, a la cultura y al lenguaje. Ese atravesamiento es inevitable: nos constituye. Pero en ese mismo punto se abre la posibilidad de resistencia: podemos repetir los discursos heredados o podemos transformarlos críticamente. La tarea no es negar que somos hablados por otros, sino decidir qué hacemos con esa herencia simbólica.
Los ecos del discurso del odio resuenan cada vez más, erosionando lo que debería ser un espacio común de palabra pública. Así, el lenguaje deja de ser la casa del ser, como decía Heidegger, para convertirse en un campo de batalla donde circula la violencia como único argumento. Precisamente por eso urge reapropiarnos del decir: no para repetir lo que otros ya han pensado por nosotros, sino para crear un pensamiento que resista al odio y abra la posibilidad de otro mundo.
Si aceptamos sin crítica los discursos heredados -y peor aún, los discursos violentos que hoy se multiplican-, quedamos atrapados en una trama que nos piensa y nos actúa, llevándonos de la palabra hostil al gesto brutal. Pero si logramos interrumpir la repetición, si nos atrevemos a pensar lo distinto, quizá podamos abrir un resquicio para una palabra otra: una palabra que no reproduzca la violencia, sino que invente modos de habitar juntos el mundo.

Dice Silvia Bleichmar que “el hecho de que los seres humanos sean crías destinadas a humanizarse en la cultura marca un punto insoslayable de su constitución: la presencia del semejante es inherente a su organización misma. En el otro se alimentan no solo nuestras bocas sino nuestras mentes; de él recibimos junto con la leche, el odio y el amor, nuestras preferencias morales y nuestras valoraciones ideológicas.”
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