Oposición sin rumbo

El conflicto con el campo, la estampida de la inflación y el disgusto que muchos sienten por la agresividad rencorosa tanto de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner como de su marido han perjudicado enormemente al gobierno nacional, pero no parecen haber beneficiado mucho a los principales dirigentes opositores. Si bien éstos han sumado sus voces al coro antikirchnerista, llamando la atención a los errores cometidos por la pareja presidencial y sus colaboradores más notorios, a pocos se les ocurriría considerarlos capaces de conformar una alternativa convincente al gobierno actual. No sólo es cuestión de la cautela natural de quienes dan por descontado que por mala que sea la gestión de Cristina el país tendrá que resignarse a que gobernará hasta diciembre del 2011, ya que Elisa Carrió, acaso la figura más conspicua del elenco opositor, a veces habla como si creyera que el kirchnerismo podría experimentar una implosión en cualquier momento. También lo es del hecho innegable de que criticar es mucho más fácil que proponer y la conciencia de que los comprometidos con el «modelo» vigente reaccionarían con furia contra quienes se declararan dispuestos a modificarlo, acusándolos de querer depauperar todavía más a los ya muy pobres, cuando no de aspirar a restaurar la dictadura militar de treinta años atrás. Aunque tal retórica carecería de sentido porque todos entienden muy bien que es urgente enfrentar el drama supuesto por la pobreza de un tercio de la población argentina y los golpistas sólo existen en la imaginación de Cristina y personajes como Luis D'Elía, el que ya la hayan empleado distintos voceros oficiales, entre ellos la presidenta misma, ha servido para intimidar a los que piensan que el país debería prepararse para algunos cambios importantes y que por lo tanto a los líderes opositores les corresponde comenzar a hablar de lo que harían si las circunstancias los obligaran a asumir ciertas responsabilidades.

Aunque la oposición sigue dividida en diversas corrientes, dirigentes como Carrió, el jefe del gobierno porteño Mauricio Macri y el gobernador santafesino Hermes Binner tienen por lo menos tanto en común como los peronistas y otros que se afirman consustanciados con el «proyecto» kirchnerista. A su modo, todos son pragmáticos centristas y, siempre y cuando resultaran capaces de alcanzar acuerdos programáticos que no satisfarían plenamente a ninguno pero que a su entender serían más apropiados para los tiempos que corren que las recetas aplicadas por el gobierno de Cristina, podrían elaborar una alternativa al oficialismo para entonces procurar conseguir el apoyo de los muchos que dicen desaprobar la «estrategia» improvisada por el matrimonio santacruceño. Después de todo, es lo que hacen los movimientos opositores en todos los países democráticos serios. Aun cuando tuviera que transcurrir mucho tiempo antes de celebrarse las elecciones próximas, suelen disponer de «planes» detallados.

Los opositores principales al gobierno kirchnerista coinciden en sus críticas del centralismo extremo y nada federal que le es característico, la desvalorización del Congreso que se ha visto convertido en una especie de escribanía, el virtual desmantelamiento del INDEC y la negativa a reconocer que la inflación constituye una amenaza gravísima, el capitalismo de los amigos que tantas oportunidades brinda a los corruptos, la falta de autonomía real de la Justicia, los zarpazos oficiales contra la libertad de expresión, la política exterior que sólo sirve para desprestigiar y aislar todavía más al país y, desde luego, el manejo extraordinariamente torpe de la relación del Poder Ejecutivo con el sector agropecuario. A base del consenso así supuesto debería serles posible no sólo asumir una postura común, sino también redactar una serie de propuestas concretas destinadas a remediar o, por lo menos, atenuar las deficiencias denunciadas. Convendría que lo hicieran, ya que una consecuencia de la escasa voluntad de las agrupaciones opositoras de plantear alternativas es que, como fue el caso en la fase final de la convertibilidad, el país podría encontrarse pronto en una situación límite sin que nadie tuviera en mente una forma de salir de ella a un costo económico, social y político tolerable.


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