Pelota

Redacción

Por Redacción

EL DISPARADOR

Pensá en un objeto del pasado que ya no tengas y lo extrañes. Algo que te gustaría recuperar. Si no surge nada, no te tortures repitiendo “me tengo que acordar, me tengo que acordar, me tengo que… ¡Una solaaa! ¡¿Cómo no me voy a acordar de una cosa?!”.

Eramos seis o siete los que recibimos la consigna. De inmediato no se me ocurrió nada. Pero a los demás sí. Un camioncito con el que jugaba de niño; una muñeca con la que hasta se bañaba; un sombrero que usaba para viajar… Sin darme cuenta, al escucharlos había dejado de exigirle a mi mente que ¡por-favor-te-lo-pido!¡de-algo-me-tengo-que-acordar!

Viajé a las historias de ellos. Sobre todo a la de una madre al borde de las lágrimas por un cuaderno que había perdido su hijo. ¿Llorar por un cuaderno?, la juzgué. Por suerte no lo dije en voz alta, y enseguida noté que me estaba cuestionando a mi mismo. Sentía que algo me afectaba. Y escuché un sonido. Tac, tac, tac.

Rebotando en el suelo de mis recuerdos, apareció como un resorte una pelota celeste y blanca. Tenía un poco de barro, el cuero ajado, y los gajos más largos que anchos. Imágenes. Un asfalto gris, caliente por el sol. Dos árboles altísimos entre los que había que hacer goles y, detrás, las vías del tren. Gritos, y unos pibes jugando.

¡¿Cómo no me iba a acordar de la pelota que tanto cuidábamos con mis hermanos?! Después de jugar toda la tarde intentábamos limpiarla con un trapo. Corríamos a la cocina para pedirle a mamá un pedazo de la grasa que desechaba de los churrascos y la usábamos para engrasar las costuras de la pelota. Queríamos que no se reseque, que fuera eterna. Igual, cada tanto había que parcharla.

Cientos de tardes jugando. Miles de horas. Millones de años. ¿O fueron menos? Nos interrumpía el paso de algún auto o cuando la pelota se iba a las vías del tren y había que saltar el alambrado para recuperarla. Si quedaba en el fondo, pasando los primeros rieles, la advertencia era que tuviéramos cuidado porque el riel recubierto con madera podía darnos corriente. Aún hoy al cruzar las vías por un paso a nivel miro el riel de madera con cierto temor a quedar electrocutado.

Las tardes alegres podían terminar en enojos, era una manera para dejar de jugar. Una vez, uno de mis hermanos se cayó y se clavó una piedra en la rodilla. Sangró. No lloró y se escondió en casa. A la hora lo volví a ver. Sin contarle a mis padres, se había pegado la herida con un poderoso adhesivo instantáneo y se había vendado. Veinte años después, aún tiene la cicatriz.

Otras tardes la bronca llegaba después de un gol, pero no era por el gol. El que había hecho el gol, arbitrariamente, decidía que ya no jugaba más. Nunca más. ¿¡Cómo no vas a seguir jugando?! “No, ya fue. Me voy. ¡Gané, gané!”. Perdimos todos.

La pelota, a decir verdad, nunca fue mía. Tampoco sé de cuál de mis seis hermanos era. Ni qué pasó con ella. ¿Son los objetos los que hablan? ¿Dónde está aquél tiempo eterno para jugar? Pienso en esto caminando hacia mi casa. Veo a un niño llorar junto a su madre porque se le escapó un globo, que vuela hacia el cielo. Detrás de ellos hay una pared pintada. Entre varios grafitis, leo: “No tengas un amigo, viví una amistad; no tengas una novia, disfrutá del noviazgo; no tengas nada, experimentá todo”.

Juan Ignacio Pereyra pereyrjuanignacio@gmail.com


EL DISPARADOR

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