Política a los zarpazos

La semana que transcurrió, con una indigerible rebelión policial y el decreto de apuro del Gobierno que -para sofocarla- transfirió recursos coparticipables de la Ciudad de Buenos Aires a la Provincia, mostró cómo los líderes políticos siguen teniendo una fuerte incapacidad para anticiparse a las crisis y cómo, estallada ésta, apelan a salidas improvisadas, teñidas de intereses mezquinos y cálculos de corto plazo que degradan la institucionalidad.

La crisis de la policía bonaerense (a la que no son ajenas las fuerzas provinciales como la rionegrina) no es nueva. Ya a fines de los 90 la investigación de Carlos Dutil y Ricardo Ragendorfer desnudó en el libro La Bonaerense el entramado de relaciones entre esa fuerza y el delito en la provincia, con numerosas cajas de recaudación ilegal paralela a los recursos oficiales. Poco cambió desde entonces, e incluso el problema se agravó con la decisión del exgobernador Scioli de ampliar de 50.000 a casi 90.000 los efectivos, en un gesto que pretendía mostrar “acción” contra la inseguridad, pero sin preocuparse por los recursos para garantizarles salarios adecuados ni para formarlos, equiparlos o modificar su sistema corrupto.

Oficialismo y oposición están cada vez más atrincherados en su lado de la grieta ideológica, reflotando consignas vetustas como “unitarios y federales” o “provincias ricas vs. pobres”, mientras socavan la institucionalidad y la confianza política mínima

El coronavirus agravó el problema en una doble vía: por un lado eliminó las fuentes de recursos adicionales legales que engrosaban sueldos básicos de los agentes y por otro la cuarentena también cortó circuitos ilegales de recaudación como el juego y la prostitución. Todo acompañado por extenuantes jornadas de trabajo para custodiar el confinamiento, sin protección adecuada y un laxo sistema de controles que permitió abusos.

El justificado malestar por salarios magros derivó en una protesta ilegal que incluyó el uso de patrulleros y la portación de armas, desembocando en el inaceptable “sitio” a la Quinta de Olivos, una actitud extorsiva que mantuvo al presidente Fernández casi como rehén. El movimiento tuvo repercusión en otras jurisdicciones, como Río Negro, donde también se incuba malestar salarial en las fuerzas. Afortunadamente, la reacción de casi todo el arco político fue de condena a la sublevación y el tono antidemocrático adoptado por el movimiento.

La respuesta presidencial consistió en una doble jugada: otorgar más dinero a la asfixiada administración del gobernador Kicillof recortando por decreto los fondos de coparticipación de la ciudad de Buenos Aires que habían sido aumentados, también por decreto, por la administración de Mauricio Macri, para financiar el traspaso de la policía federal a la órbita de CABA. El jefe porteño Horacio Rodríguez Larreta recurrirá a la Corte Suprema para reclamar los fondos perdidos.

El agrio debate que se instaló para definir si esos fondos estaban bien o mal otorgados, o si el decreto “albertista” fue más o menos constitucional que el “macrista”, mostró a oficialismo y oposición cada vez más atrincherados en su lado de la grieta ideológica, reflotando consignas vetustas como “unitarios y federales” o “provincias ricas vs. pobres”.

Sea como fuere, es inquietante la tentación autocrática de los gobernantes a meter manos, vía el cómodo recurso del decreto, a la coparticipación para resolver coyunturas, tanto la de Fernández de quitar fondos a CABA como la de Macri de otorgárselos antes por DNU. Solo el Congreso puede debatir, con base en un acuerdo democrático, y decidir alteraciones a una ley con rango constitucional. La decisión unilateral y caprichosa nunca puede ser la opción. Tampoco lo era cuando Fernández le dio en mayo al jefe de Gabinete facultades extraordinarias para reasignar partidas del presupuesto.

Esta disputa inevitablemente se trasladará a la Justicia. Mientras, la dirigencia política siempre estará en deuda con la generación de consensos básicos sobre políticas de Estado en la emergencia y fuera de ella. Que no significa unanimidad ni la imposibilidad de disensos, sino evitar las actitudes partidistas, mezquindades y decisiones arbitrarias que socavan la institucionalidad y los niveles de confianza mínima entre los distintos actores del sistema político.


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