Pólvora ajena

Columna semanal

El disparador

Anselmo y su mujer vivieron siempre en el campo, cerca de Cura Borchero. Confirmaban que era su lugar en el mundo al contemplar cada mañana un extenso cordón montañoso en el horizonte. La pareja -trabajadora y de unos sesenta años- era querida en la zona, donde se conocían casi todos por el nombre, salvo algún que otro vecino nuevo que cada tanto aparecía.

A ambos les encantaba el paisaje en invierno, con los picos montañosos nevados, pese a que debían estar preparados para varias semanas de temperaturas bajo cero. Por eso, después de desayunar mate y bizcochos caseros -escuchando folclore en la radio-, Anselmo mantenía con disciplina una rutina. Se abrigaba con un jersey grueso que le había tejido su mujer y salía a recolectar leña. Le gustaba el crujido que provocaba con sus botas gruesas al pisar la escarcha del suelo mientras buscaba más troncos, que iba acopiando en un galpón detrás de su casa.

La pareja se dedicaba al comercio de animales -vacas, ovejas- y a la venta de canastos, posa pavas, paneras y otros objetos que elaboraban a mano con brotes de sauce. Cada mediodía iban a vender al pueblo. Allí pasaban varias horas, en las que además aprovechaban para hacer compras. “¡Es bueno de verdad! Lleve y después me cuenta”, les decía el carnicero amigo cada viernes cuando buscaban una tira de asado con huesos anchos para agasajar a sus dos hijos universitarios, que vivían en la capital y los visitaban los fines de semana.

Al atardecer la pareja volvía a su casa. Mientras su mujer preparaba la cena, Anselmo iba al galpón a buscar madera. Según el frío que hiciera, sabía exacto cuántos troncos necesitaba. Era todo un ritual encender la salamandra. Iniciaba el fuego con ramitas pequeñas, paja seca y bosta. A un ritmo estudiado, iba añadiendo los leños. De ascendencia piamontesa, había heredado la costumbre del vermut. En silencio frente a las llamas, solía beber algún aperitivo que era acompañado por aceitunas y queso.

La dulce monotonía se alteró a mediados del invierno de 2012. A Anselmo le parecía que la reserva de leña se estaba consumiendo demasiado rápido. Su mujer, siempre sencilla y cálida, sugirió que tal vez hacía más frío que otros años y, por eso, quemaban más madera. “Puede ser, querida”, dijo él, sin convicción.

La tarde siguiente, cuando fue a buscar leña demoró más de lo habitual. Se quedó en el galpón trabajando sobre un tronco. Le hizo una laboriosa artesanía y lo dejó en lo alto de la pila. Cuando la mujer le preguntó por qué había tardado tanto, él le respondió que estaba “poniendo unas cosas orden”.

Un día después, al ir al galpón, Anselmo notó que el leño trabajado ya no estaba. Lejos de enojarse, sonrió y regresó a su casa con la madera que precisaba.

-¿Qué te anda pasando? ¿Qué diablura andarás haciendo? -le preguntó la mujer.

-Nada, hay cosas que tienen un límite, ¿no? -dijo, pícaro y misterioso.

Esa noche, tras cenar un delicioso guiso de lentejas, Anselmo apagó la radio. “Me gustaría estar un rato en silencio frente al fuego”, dijo y se le escapó una sonrisita. Era como un niño a punto de ser descubierto en una travesura. Estuvieron tranquilos ante la salamandra hasta que los sacudió una explosión: “Booom”. El ruido venía de afuera y se oyó cerca. Él echó a reír. Su mujer, sobresaltada, preguntó: “¿Qué fue eso?”. Anselmo, con lágrimas en los ojos, le dijo: “Creo que el vecino nuevo ahora sabe que no se juega con la pólvora ajena”.

Juan Ignacio Pereyra


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