Recortes de una vida inconclusa

Cerati, la pieza que forma el caleidoscopio de los recortes, finalmente ardió.

MURIÓ CERATI (1959-2014)

Cerati como un rock star en estado puro; practicante devoto de su pagana trinidad: sexo, droga y rock & roll. Sustancia pop en letras con cuerpo. El más cool. Glamoroso por fuerza natural.

Cerati como un snob que veranea en Punta del Este con la modelo/actriz de moda. Un Peter Pan empecinado en no crecer. Fanático de la tecnología. Solitario. Divo experto en la pose calculada para las cámaras. La fuerza que unió al trío pop más exitoso de la música argentina y latinoamericana. La cara visible de un fenómeno que recorrió América Latina ante miles de fans incondicionales. Un hombre de 55 años, padre de Benito y de Lisa. O el “leoncito”, según los ojos de su madre, Lilian Clarke, de más de 80, que le rezó con un optimismo a prueba de pesimistas partes médicos y le puso una virgen de Guadalupe en la cabecera de la cama de la clínica, para que lo acompañe en estos cuatro años de viaje ciego, sordo y mudo a la tierra del nunca jamás.

La vida suele ser más compleja de lo que abarcan los pequeños recortes periodísticos del diario y las revistas de ayer. Un Cerati fragmentado en miles de reportajes no es igual a la suma de las partes. Es eso: apenas recortes de Cerati. O muchos pedazos. Pero seguramente no todo.

Las crónicas, desparramadas como un rompecabezas incompleto, dirán que Cerati les tenía miedo a los aviones, a la muerte y a no tener el control de la situación. Que era un hincha de Racing que terminó decepcionado por el fútbol. Que no dormía bien; que casi no dormía. Que fumaba cuarenta cigarrillos todos los días, incluso después de la trombosis que lo puso en alerta, en abril del 2006, cuando tuvo que suspender la gira de “Ahí vamos” y pasó varios días en terapia intensiva. Que se inyectaba -él solo, en la panza- un anticoagulante para evitar otro susto en sus piernas. Que era un obsesivo del sonido. Un músico con un hombro dislocado que cada tanto se salía y él solo se reacomodaba como un Mel Gibson vernáculo de “Arma mortal”. Y un extravagante también: fumaba Jockey Largos Suaves, a contramano -completamente y absurdamente a contramano- de su estatura glam. “Es una de mis excentricidades”, se reía él.

Sus entrevistas dejarán la sensación, casi obvia, de que se preocupaba hasta por el mínimo detalle estético. Algunas agregarán esa media sonrisa irónica al comprobar que siempre creyó, como un rey de estas pampas, que Soda Stereo era él. Y quizás tenía razón. Otras imprimirán la espantosa certeza de que se perdió tiempo, aquel 16 de mayo de 2010, allá en Caracas, en lo que fue el principio del fin y en lo que ahora suena como ese momento preciso y fatal en el que todo pudo haber sido distinto. Una fecha que ahora parece tan remota como inexplicable.

“Un día hay vida”, dice Paul Auster en su libro “La invención de la soledad”. Y al día siguiente, esos restos de existencia dejan de tener sentido sin el hombre que se calza su antifaz negro para salir al escenario. “Gracias totales” seguirá siendo una frase que -repetida hasta el hartazgo- perderá sustancia, pero será su marca indeleble, aunque él ya no la diga ante un estadio de River Plate repleto, en la despedida -la primera de ellas- de ese monstruo que fue Soda Stereo.

Las secuencias de imágenes lo mostrarán hiperactivo; ganador dos veces del Gardel de Oro y de Grammys latinos por sus trabajos solistas (el muy logrado “Ahí vamos” y su último disco, un western de extenso kilometraje por galaxias, rutas y paisajes autóctonos, “Fuerza natural”). Lo mostrarán también como el líder del “rock blando” para los duros ricoteros, en ese tonto enfrentamiento de tribus. Como el hombre detrás de una cortina de humo en el video de “Crimen”, mientras canta aquello de que “sin olvido moriré”. Como el músico que, alejado de los prejuicios, colaboró en dos discos de Shakira; el que cantó inolvidables duetos con Mercedes Sosa (”Zona de promesas”), Bajofondo (”El mareo”), su admirado Luis Alberto Spinetta (”Té para tres”, “Bajan”), Ricardo Mollo (”Crimen”) o Emanuel Horvilleur (”19”).

Cerati como una estrella en ascenso permanente en el cielo del rock. Un pasajero eterno con rumbos aleatorios: el pop; los episodios sinfónicos grabados en el Teatro Colón; la música electrónica con Plan V y el rock. Criado entre Pescado Rabioso, The Cure y The Police, al que le rindió mucho más que un tributo con su formación de Soda (y al que pudo acercarse a hacer “Bring on The Night”, en el disco homenaje al trío británico, junto a Andy Summers).

Formado en ese acelerador de partículas que fueron los ochenta.

Cocinado a fuego fuerte en el vértigo de la fama -aquí y en Latinoamérica-, de la mano de Soda Stereo y, más tarde, de su carrera solista.

Wikipedia, esa enciclopedia libre de estilo y de precisiones, ensayará 13 páginas de datos tan fríos y anónimos como los de cualquier currículum vitae. Biografía, Soda Stereo, carrera solista, premios, distinciones periodísticas, enlaces externos. Toda la vida. Nada personal.

Su propio sitio oficial, www.cerati.com, fue una rara experiencia. Y no sólo por esos latidos vivos que se oían de fondo, como si uno entrara a una terapia intensiva, sino y sobre todo porque lo que debió haber sido una página de rock fue durante cuatro años una extensa historia clínica. Cerati como el paciente en el que todos pusimos esperanzas.

Cerati también como un falso profeta. “Que durar sea mejor que arder”, escribió en la letra de “La excepción”, como un reverso de las leyes profundas del rock, contracara de aquella frase suicida de Kurt Cobain, que alardeaba con que “es mejor arder que consumirse lentamente”.

Cerati, la pieza que forma el caleidoscopio de los recortes, finalmente ardió. Demasiado temprano para terminar de armar su enorme y fundamental rompecabezas musical.

Verónica Bonacchi


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