La empresa de más de 100 años que dio y da origen a la fruticultura del Alto Valle
El gran vivero de la Patagonia nació apoyado en el ferrocarril, dio un salto gracias al desarrollo del sistema de riego en Río Negro y hoy se consolida en base a conocimiento acumulado, diversificación y la búsqueda permanente de la eficiencia.
La fruticultura del Alto Valle del río Negro, una de las economías regionales más emblemáticas de la Argentina, no puede comprenderse sin hablar de Los Álamos de Rosauer. El vivero, fundado hace más de un siglo, ha sido el punto de partida de miles de chacras que dieron forma a un modelo productivo que transformó el desierto en vergel. De sus tierras surgieron las plantas con las que se consolidó la fruticultura valletana, motor económico y cultural de toda la región.
Hoy, en su tercera generación integrada por María Laura, Juan Martín y Juan José, Los Álamos de Rosauer mantiene intacta la esencia de aquel legado familiar iniciado en 1920 por Juan Erich Rosauer. Entre frutales y rosales (reconocidos a nivel nacional) la empresa ha sabido adaptarse a las distintas coyunturas del país y a los vaivenes de la producción, diversificando su actividad y proyectando futuro sin perder de vista su rol histórico.
Una historia ligada al tren y a la fruticultura de Río Negro
Los inicios del vivero se remontan a Paso Peñalva, actual Pomona, donde Juan Erich Rosauer fundó el primer establecimiento en 1920. Allí se producían plantas ornamentales, coníferas, frutales, miel y frutas finas, aprovechando la cercanía del ferrocarril. Ese vínculo con el tren fue clave: los vagones llegaban cargados al sur y regresaban vacíos a Buenos Aires, lo que permitió enviar plantas a bajo costo a la capital. Incluso, durante un tiempo, el vivero tuvo una base en San Miguel para la distribución hacia el resto del país.
Los primeros catálogos ya incluían manzanos, membrillos y guindos, variedades introducidas gracias al contacto con Europa y a los materiales que llegaban desde Inglaterra. Con el avance del riego y la ocupación de tierras en el Alto Valle, la fruticultura comenzó a expandirse a gran escala y Los Álamos de Rosauer se convirtió en proveedor estratégico de esa transformación.
La empresa acompañó ese proceso trasladándose a distintos puntos de Río Negro (como Villa Regina y Cipolletti) hasta radicarse definitivamente en Villa Manzano en la década de 1970, donde adquirió 500 hectáreas. Allí consolidó la producción de frutales y rosales, estos últimos surgidos casi como un gesto familiar: Juan Erich regalaba rosas a las esposas de los productores que compraban frutales, hasta que las variedades comenzaron a tener una demanda propia en toda la región y, luego, en todo el país.
El vivero también creció como grupo económico: con el correr del tiempo desarrolló chacras, frigorífico y un galpón de empaque, hasta que en 2005 se produjo una escisión familiar. Desde entonces, Los Álamos de Rosauer quedó en manos de la rama liderada por Roberto Rosauer, padre de los actuales directivos. Hoy cuentan con 300 hectáreas propias en Villa Manzano (Río Negro) y 140 alquiladas en Añelo (Neuquén) donde, además del vivero, las pasturas se consolidan como parte importante del negocio.
Cómo produce el gran vivero de la Patagonia
El vivero se caracteriza por un manejo intensivo que exige suelos vírgenes y fértiles. A diferencia de una chacra frutícola que planta entre 1.500 a 3.000 plantas por hectárea, Los Álamos de Rosauer llega a 70.000 en la misma superficie. Esa altísima densidad obliga a una estricta rotación: antes y después del primer ciclo como vivero de frutales, la tierra pasa por alfalfa o maíz durante al menos cuatro o cinco años para mejorar el suelo. Luego, puede volver al vivero una vez más (solo con rosales) hasta quedar definitivamente como chacra.
“Necesitamos tierras vírgenes porque el cultivo de vivero consume los nutrientes en forma muy agresiva”, explica Juan Martín Rosauer. Por eso, además de las 300 hectáreas propias, la empresa ha alquilado lotes en distintas zonas.
El agua de riego proviene del río Neuquén y se aplica con sistemas de inundación, complementados con fertirrigación para una mejor nutrición de las plantas. La producción se organiza en parcelas: unas 10 hectáreas fijas para plantas madres (donde se testean variedades introducidas de 30 hibridadores de todo el mundo) y unas 40 que van rotando. Este esquema permite introducir, evaluar y multiplicar nuevas variedades, de las cuales solo unas pocas se adaptan exitosamente a las condiciones del valle.
Actualidad de Los Álamos de Rosauer: tradición, diversificación y desafíos
Tras más de 100 años, Los Álamos de Rosauer se sostiene en una fórmula clara: trayectoria, know-how y diversificación. Aunque el vivero de frutales sigue siendo el corazón del negocio (con un peso histórico del 90% frente a los rosales), la empresa también produce y enrolla alfalfa, además de hacer otros cultivos, a lo que se sumarán servicios de alquiler de galpones para el oil&gas, en línea con la transformación productiva de la región.
“La clave es la experiencia y los años. Es un negocio de largo plazo, donde los resultados de una nueva variedad se ven recién después de mucho tiempo. Ese capital de conocimiento es lo que explica nuestra continuidad y el liderazgo”, señala María Laura Rosauer, socia y encargada de ventas de rosales de Los Álamos de Rosauer.

Juan Martín dio su punto de vista de la fruticultura regional. Da cuenta de una caída del número de productores en los últimos años y de una diversificación de la superficie bajo riego con inclusión de ganadería, pasturas y otros cultivos.
Además, considera que la tendencia a la concentración se explica porque las grandes empresas frutícolas que permanecen apuestan mayormente a producir su propia fruta para cumplir con los estándares sanitarios exigidos por los mercados externos. “Hace años que la actividad viene cambiando. Hubo 5.000 productores, después 3.000, hoy quedan entre 1.000 y 2.000. La concentración es muy fuerte, pero también es lo que ha permitido que la fruticultura siga de pie en la región”, apuntó.
En Los Álamos de Rosauer están embarcados en un proceso de transformación y redefinición que asumieron los tres hermanos tras el fallecimiento de su padre. “Ahora nos toca a nosotros sostener el vivero y hacerlo productivo y eficiente en los tiempos que se viven”, explica Juan Martín.
En este camino, apuntan a concentrarse en los negocios principales y dejar atrás la dispersión en especies y variedades que, aunque respondía a una vocación de investigación y servicio a productores históricos, terminó restando eficiencia. Un ejemplo claro está en los rosales: de más de 400 variedades con las que llegaron a producir hasta 400 mil plantas por año, hoy redujeron la oferta a menos de 100, adaptándose a una demanda actual de 150 mil plantas. Lo mismo ocurre con los frutales, donde ya no sostienen pequeñas partidas de variedades en desuso, sino que buscan ofrecer un producto competitivo y de vanguardia, alineado con los estándares internacionales, a un precio razonable.
La fruticultura del Alto Valle del río Negro, una de las economías regionales más emblemáticas de la Argentina, no puede comprenderse sin hablar de Los Álamos de Rosauer. El vivero, fundado hace más de un siglo, ha sido el punto de partida de miles de chacras que dieron forma a un modelo productivo que transformó el desierto en vergel. De sus tierras surgieron las plantas con las que se consolidó la fruticultura valletana, motor económico y cultural de toda la región.
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