Sabores patagónicos

Muchas regiones a través del tiempo han logrado posicionarse en la mente de quienes conocen el mundo mediante algún rasgo que las caracteriza. En algunos casos las referencias a las que recurre la memoria cuando se evoca un territorio o una sociedad son sus bellezas geográficas. En otros sus grandes y admirables obras arquitectónicas o, en otros más, sus conglomerados urbanos. Una referencia, muy clara en algunos casos, pero siempre más sutil, más difícil de definir y de describir, es el espectro de los sabores locales. Más allá de ser algunos compartidos, los sabores se constituyen en ícono y bandera de sociedades y territorios en todo el mundo.

En este sentido Escocia tiene fama por su whisky y los arenques, compartidos estos últimos con los países nórdicos. El gusto del aceite de oliva y el vino tinto recuerda las tierras europeas que baña hacia el norte el mar Mediterráneo. El kepi y el licor del anís son propiedad cultural de algunos países de Medio Oriente. Son típicos de las áreas pampeanas, cercanas por ambas riberas al río de La Plata, la yerba mate y el sabroso bife de carne vacuna, aunque la primera es compartida con los paraguayos. Otros ejemplos pueden encontrarse en la paella valenciana, en el «apple pie» norteamericano, en el «chili» y en el tequila de México, en las pastas italianas, en las curiosas -para quienes vivimos en occidente- comidas chinas, en el pisco y la vaina chilenos, en las diversas formas en que preparan el pescado quienes habitan Lima o en los tamales de Santiago del Estero.

Ahora, pregunto: ¿existe un sabor típico de la Patagonia? Sin duda que si existe, no proviene de la cultura indígena, que prácticamente ha desaparecido. Nuestras tradiciones, de corta trayectoria, derivan de las que trajeron consigo las diversas corrientes migratorias que, como en el resto del país, fueron muchas y diversas. Invito a que reflexionemos sobre este tema, buscando en nuestros recuerdos los sabores que están adosados a diversos momentos de nuestras vidas.

En este ejercicio proponemos comenzar por la carne de oveja, preparada casi siempre al asador, eterno contrincante del viento en la lucha por las llamas del fuego prendido. Pero preparada también como guiso, con algunas verduras y fideos gruesos, o como puchero, junto con papas, redondas y blancas y, si tenemos suerte, varios nabos. En realidad decir carne de oveja es la forma en que se expresan quienes no son patagónicos, pues nosotros hablamos de carne de capón -el ovino adulto, macho, castrado- o de cordero -el ovino que no tiene un año de edad y que aún mama de la madre o dejó de hacerlo recientemente. El cordero no se come con frecuencia y se lo reserva para momentos especiales, como el cumpleaños de alguien de la familia, el reencuentro con amigos que hace tiempo que no se ven o para un día de fiesta tradicional, como el mediodía de Navidad. Si esta carne es un manjar de cardenales, sus chinchulines, sus riñones y sus mollejas alcanzan una categoría que sólo podrán apreciar totalmente quienes habitan el Olimpo.

Hemos mencionado como compañera inseparable de esta exquisita carne, siempre tierna y con un sabor que sólo proporcionan los duros y escasos pastos de la estepa, a la papa. Este tubérculo es el alimento principal de los chilenos de la isla de Chiloé y muchos de ellos emigraron a la Patagonia argentina en búsqueda de trabajo, trayendo en su mochila cultural el gusto por comerla y la práctica de su cultivo. Hemos mencionado también al nabo, raíz redonda y blanca de una planta alta de grandes hojas verdes que proporciona a todo lo que se cocina su gusto ácido, intenso y difícil de describir.

No se puede hablar de carnes en la Patagonia -elemento preponderante e imprescindible de todos sus menúes- sin hablar del avestruz o choique que se come guisado, en escabeche o «a la piedra». Esta última forma de cocinar supone retirar piernas y alones e introducir en el interior del redondeado cuerpo piedras de 10 a 15 cm. de diámetro, previamente calentadas en el fuego que ha de proporcionar las brasas que colaborarán en cocinar desde afuera su jugosa y sabrosa carne oscura.

Antes de dejar este capítulo y como transición hacia los sabores dulces, debemos mencionar el mate. El mate en la Patagonia se toma amargo, bien amargo. Una calabaza de mediano tamaño, de boca sólo suficientemente grande como para poder introducir una cuchara sopera con la yerba, se llena hasta el borde con agua caliente pero nunca hervida. El mate se toma como desayuno, mientras se espera que el asado esté listo, a la tarde luego de finalizar la jornada laboral y antes de la cena. Como en el resto de Argentina, sorber mate es reconfortar el cuerpo cansado y crear un espacio social con otros.

Además de las manzanas del Alto Valle del río Negro y la torta galesa del Valle Inferior del río Chubut, entre los sabores dulces se distinguen las llamadas frutas finas. Frambuesas, ruibarbo, casis, cerezas, guindas y calafate. Las primeras corresponden a plantas que ha introducido el hombre y que por las particularidades climáticas de la gran región han logrado colocar su impronta sobre la cultura patagónica. Sus sabores han superado las fronteras de la región y llegan, frescas o bajo diversas formas de industrialización, a mercados lejanos. Dos de ellas devienen frecuentemente en exquisitas bebidas espirituosas: el licor de casis y el guindado. La frambuesa se ha convertido en insumo protagónico de mermeladas, tartas, panes dulces, cremas heladas y sofisticados postres ofrecidos en restaurantes de alta categoría. El ruibarbo es una pequeña planta con tallos de 20 a 25 cm. de largo y el grosor de un dedo meñique, que nace en el nivel del suelo y termina con una sola hoja grande y verde, con cierta similitud al de la parra; los tallos, ácido dulzones, se comen hervidos con azúcar o en forma de mermelada. Las cerezas engalanan, con colores que varían desde el amarillo hasta el bermellón oscuro, las fruterías en los meses de noviembre y diciembre.

La última, el calafate, es el fruto de una planta silvestre que crece en la estepa desde áreas cercanas al mar hasta el pie de la cordillera. Quienes cosechan su pequeña bolita, con más semilla que carne, terminan su labor con las manos rasgados por las tremendas y agresivas espinas que defienden el fruto tras un año de esfuerzos por crecer en el desierto seco y ventoso. Luego, al comerlas, los labios y la lengua teñidos de azul oscuro delatan la delicia de su sabor.

Pedro Dobrée


Muchas regiones a través del tiempo han logrado posicionarse en la mente de quienes conocen el mundo mediante algún rasgo que las caracteriza. En algunos casos las referencias a las que recurre la memoria cuando se evoca un territorio o una sociedad son sus bellezas geográficas. En otros sus grandes y admirables obras arquitectónicas o, en otros más, sus conglomerados urbanos. Una referencia, muy clara en algunos casos, pero siempre más sutil, más difícil de definir y de describir, es el espectro de los sabores locales. Más allá de ser algunos compartidos, los sabores se constituyen en ícono y bandera de sociedades y territorios en todo el mundo.

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