San Martín en 1843

El título reproduce el de la memoria que escribió Alberdi cuando conoció al expatriado José de San Martín en París. Corresponde a un texto poco difundido sobre rasgos físicos y morales del prócer que está en el tomo II de las Obras Completas del tucumano. Son impresiones personales suyas a poco de iniciado el periplo europeo que hizo con Juan María Gutiérrez luego de abandonar Montevideo. En oportunidad de un nuevo 17 de agosto, aniversario de la muerte del prócer argentino, glosamos el material juvenil del tucumano con espíritu de marcar el hecho de que esa efeméride tradicional del calendario patriótico ha sido trasladada a fecha distinta, manipulada irreverentemente por pretextos electorales o turísticos. Para ubicarnos en tiempo y circunstancias, recordemos que, luego de la entrevista con Bolívar en Guayaquil, celebrada en 1822, San Martín renunció al protectorado de Perú y declaró su retiro de la vida pública. Se embarcó hacia Europa en 1824 y, de vuelta al país en 1829, amargado por las luchas internas que afectaban a la República, no llegó a desembarcar en Buenos Aires. Retornó a Francia para radicarse definitivamente en la capital francesa donde vivía en casa de su hija casada con Mariano Balcarce. En la memoria que nos ocupa, cuenta Alberdi que el 14 de septiembre de 1843, estando en París a mediodía y en casa de su amigo Manuel José Guerrico, levantando los ojos del libro que leía pegó un respingo ante la exclamación del dueño de casa. “¡El general San Martín!”. Se sintió emocionado, conmovido, por fin iba a ver al prócer en persona. Clavó sus ojos en la puerta y vio aparecer por fin al hombre. Entró éste con el sombrero en la mano y la modestia de un hombre corriente. El memorialista lo hallaba muy distinto del tipo humano que él se había formado oyendo las descripciones hiperbólicas de sus admiradores en América. No era alto como se decía sino de mediana estatura, más bien delgado y moreno, vivo y fácil en sus ademanes, grave pero sin viso de afectación. Cabeza bien proporcionada, con todos sus cabellos blancos y una frente prometedora de inteligencia clara, de un espíritu deliberado y firme. Cejas negras, ojos llenos aún del fuego de la juventud, estaba vestido con sencillez y propiedad. Se expresaba con una voz notablemente gruesa y varonil y con toda la llanura de un hombre común. Hablaba alternativamente en español y francés, a veces los mezclaba y él decía, divertido, que al fin llegaría a convertirlos en un “patois” de su propia invención. Dialogaron de lo lindo. Comenta el autor del relato que parecía como si no hubiese hecho nada de notable en el mundo; casi no hablaba de política ni traía a la conversación sus campañas de Sud América. Cuando se paró para despedirse, dice el tucumano, “cerré con dos manos la derecha del gran hombre que había hecho vibrar la espada libertadora en Chile y el Perú”. Poco después, a invitación del yerno del general, Alberdi fue a pasar el día a la casa de campo de San Martín en Grand Bourg. Se embarcó a las 11 en el “camino de hierro” (de la línea a Orleans inaugurada tres meses atrás, el 2 de mayo, que representaba la manifestación misma del adelanto civilizatorio en que se empeñaban el rey Luis Felipe y sus consejeros, urgidos por acoplarse a la revolución industrial dinámica de Inglaterra iniciada en el siglo anterior. Dice, admirado, que “el formidable convoy (1) se compone de 25 coches para 800 personas, los árboles parecen pasar delante de la ventana del carruaje con la prontitud del relámpago haciendo un soplo parecido al de una bala”. Llegó a la casa, que estaba a seis leguas y media de París, a las 13.30. Describe el terreno y los jardines con árboles y flores. Da cuenta de que todo en la casa respiraba orden, conveniencia y buen tono, una mansión impecable rodeada de jardines y ordenada con gusto por la hija del general, “cuya fisonomía recuerda con mucha vivacidad la del padre”. Describe el gabinete de éste en el piso superior, sencillo como su dueño, propio de un hombre austero y medido. Examina la espada y se detiene en la vista del primitivo estandarte de Pizarro, el conquistador del Perú tres siglos atrás, donado a su Libertador por la sociedad limeña. Entre la seda y el oro del estandarte apenas se distinguía, oscuro y casi borrado, el escudo de armas de la España imperial. Alberdi cierra la memoria de su encuentro personal con San Martín en 1843 haciendo esta referencia indirecta al olvido en que vivía el expatriado, aunque sin imaginar siquiera que esa condición de hombre alejado de su tierra por las miserias de la política y la mala memoria de su pueblo será también a partir de entonces su personal destino en la vida. (1) Alberdi tuvo así su primera experiencia con el ferrocarril, un factor que constituiría a lo largo de su vida de pensador y político, junto con la inmigración calificada y los capitales, un elemento básico de su propuesta económica para la modernización y el progreso del país. Digamos que en la Francia de aquel tiempo las “líneas de vapor” habían sido promovidas entusiastamente por los ingenieros saint-simonianos, confiados en que la nueva tecnología era la panacea que resolvería todos los problemas, desde el comercio hasta la cura del cólera. (*) Doctor en Filosofía

HÉCTOR CIAPUSCIO (*)


Exit mobile version