Secretos tras las bambalinas del Colón

Famoso por la acústica perfecta, y los artistas que se desempeñaron en su escenario, el Colón es un reservorio inagotable de anécdotas transmitidas, sotto voce, entre bambalinas y ahora recopiladas en "Palco, cazuela y paraíso".

Buenos Aires.- Durante casi un siglo, el Teatro Colón ha sido un lugar tan admirado por los melómanos como codiciado y temido por los artistas. Llegar al Colón fue, por décadas, alcanzar la meta consagratoria. La opinión es confirmada por el público de fútbol que, ante la jugada impecable o el gol imposible vitorean al crack remitiéndolo al Colón.

El «Palco, cazuela y paraíso», de Margarita Pollini, recién editado por Sudamericana, abunda en simetrías impensables y regocijantes. No pretende desacralizar el prestigio de nuestro primer coliseo ni deshojar los justos laureles ganados por Nijinsky, Claudio Muzio, María Callas, Arturo Toscanini o Luciano Pavarotti.

Margarita Pollini es «de la casa», y en su condición de local escuchó los cotilleos y espigó documentos que hoy comparte desde su libro. Por elegancia y prudencia su registro anecdótico abunda en ejemplos históricos, anteriores a su nacimiento en Quilmes, en 1976. La precaución se justifica por superstición y temor a las vendettas documentadas en su relato. Sólo un paso media entre lo sublime y el ridículo.

Aquellos que provocan el éxtasis del público como mediadores de lo sublime son seres acometidos por el pánico escénico, la envidia profesional o la inoportuna incidencia de trastornos musculares o digestivos. La mixtura produce el regocijo del lector voyeur.

La abundancia de material impuso clasificar la índole de las historias agrupándolas en ejes temáticos de variada cronología.

El capítulo dedicado al rubro policiales es el menos comentado aunque involucre a los orígenes mismos del gran teatro. Como en los melodramas operísticos el teatro Colón sentó reales en el «hueco de Zamudio», matadero, refugio de malvivientes, fábrica de armas y cantón militar.

La prosapia luctuosa del predio se proyectó hasta el destino de Vittorio Meano, el segundo de los tres arquitectos intervinientes en la construcción del Colón.

La pacatería victoriana de la prensa escamoteó los detalles del crimen. Y un oportuno incendio devoró los expedientes policiales referidos al hecho.

Profesional dedicado y perfeccionista Meano volcó sus energías en la obra de plaza Lavalle desatendiendo sus deberes conyugales. Su mujer Luisa halló compensación en las atenciones de Carlo Passera, mucamo del matrimonio. Sorprendidos por Meano en flagrante adulterio se produjo un confuso episodio en el que el arquitecto llevó la peor parte. Dos tiros acabaron con su vida y Passera huyó, revólver en mano, y vestido con ropas de la víctima.

Un par de atentados anarquistas y antifascistas completan la crónica policial del teatro.

Al Colón se va a ver y a ser visto. Los binoculares alternan la visión del escenario con detenidos paneos dirigidos a las localidades bajas donde se acomoda, primorosamente, la bella gente.

Desde las localidades altas el paraíso está en el patio de plateas y en los confortables festones oro y grana de los palcos.

Menos cruentas, aunque no del todo, son las crónicas de desplantes, berrinches y trapisondas prodigadas en el escenario.

Beniamino Gigli y Claudia Muzio protagonizaron en 1928 un encontronazo inolvidable durante la función de gala de la ópera «Andrea Chénier».

Las hostilidades entre los divos interfirieron la función y el intervalo del primer acto se hizo interminable como la gresca desatada entre Muzio y Gigli.

El espectáculo se demoraba hasta que un miembro del público, enojadísimo, ordenó «Díganle al gringo que se deje de joder y termine la función, o lo voy a mandar en cana». La orden fue comunicada y cumplida de inmediato en consideración al rango del impaciente melómano y presidente de la república, don Marcelo T. de Alvear.

Algunas anécdotas registradas por Pollini son adjudicadas a diferentes personajes. Pero las referidas a la bailarina Lida María Martinoli, sus padres y sus trece hermanos son intrasferibles. La etoile afirmaba que su función como artista consistía en «dignificar al espectador más vil».

Para conseguir estos efectos edificantes Chochó Martinoli no ahorraba detalles macarrónicos.

Es célebre su creación coreográfica de «La leprosa» al compás de la «Marcha fúnebre» de Federico Chopin. Para simular las llagas de la protagonista Martinoli vestía una malla de baile a la que se cosían fetas de jamón. Los disparates del clan Martinoli daría copiosos materiales a una futura edición ampliada de «Palco, cazuela y paraíso». (Télam).


Buenos Aires.- Durante casi un siglo, el Teatro Colón ha sido un lugar tan admirado por los melómanos como codiciado y temido por los artistas. Llegar al Colón fue, por décadas, alcanzar la meta consagratoria. La opinión es confirmada por el público de fútbol que, ante la jugada impecable o el gol imposible vitorean al crack remitiéndolo al Colón.

Registrate gratis

Disfrutá de nuestros contenidos y entretenimiento

Suscribite por $1500 ¿Ya estás suscripto? Ingresá ahora