¿Sí, hablo sola!
MARÍA EMILIA SALTO bebasalto@hotmail.com
en clave de y
¿Y qué? ¿Tengo que aclarar que no estoy loca? Y, sí. Ésta es una de esas cuestiones vitales en las que podemos sufrir al cohete, admitir con vergüenza, tratar de disimular, o, sin el menor prejuicio, ser parte orgullosa de la pléyade de seres humanos que hablamos solos. Tranquilícese. Si usted también monologa en voz alta, con usted misma, con otras personas, con su planta que está medio triste, sepa algo importante: la ciencia nos respalda. No debería hacer falta. Cualquiera que analice el tema en serio, superando el inicial, falso, “¿estás loca?”, se dará cuenta, primero, de que los niños y niñas hablan solos, tienen amigos imaginarios, y luego viene la etapa represiva escolar-familiar-grupal en general, y aprende a callarse la boca… o a hablar en el baño o cuando cree que no hay moros en la costa. Segundo, que por algo hay “lección oral” y “lección escrita”, como formas de calificar y mejorar estos nobles usos de la palabra. Tercero, notables oradores y oradoras ensayan sus discursos de la única manera posible: hablándolos, experimentando inflexiones de voz, tonalidades, silencios, énfasis, gestos, sonrisas… ¿No es suficiente, querida amiga, estimado amigo, para que use esta herramienta tan accesible sin pudor? Entonces, vamos al ícono contemporáneo. Las ciencias de la conducta, en su amplia gama, reivindican este hecho consumado y por supuesto, lo explican. Si usted consulta en Internet, se va a encontrar con sitios serios, y opiniones interesantes, y hasta foros de autoayuda, que de todo hay en la red. Sin embargo, esta gente, me refiero a los y las expertas en la psicología del lenguaje, no come vidrio. Diferencia nuestra costumbre –porque asumo que alguno o alguna de ustedes comparte mi hábito– entre quienes saben que están solos y quienes creen que hay alguien más, de carne y hueso como usted o yo, dialogando, cuando no hay nadie. Esto, en simple, es la diferencia muy gruesa entre cordura y locura. Estas doctas personalidades fundamentan que hablar con uno mismo, sacar de la mente algo que da vueltas cual calesita, libera, cura. Esto es Sigmund Freud y mucha más gente, antes y después de él. Pero ¡atenti!: rumiar y rumiar pensamientos descalificantes como no encontrar algo y proferir “torpe, como siempre, sos una inútil para todo” y cosas así, sólo refuerzan esos motes producto, seguramente, de padre o madre o tía o maestra al estilo del teacher de “The Wall”. Si, en cambio, la llamamos a la llave, supongamos que se trate de una llave, “a ver, dónde estás, yo vine por aquí, la apoyé por acá, fui al teléfono, o al baño”, cambia totalmente el modo de monologar. No sé si encontrará la llave, pero su autoestima no bajará un grado. Personalmente, puteo a la silla si me tropiezo con ella, aliento a mis plantas a crecer y aguantar los primeros fríos, y aunque no tengo mascotas, mis amigas y amigos y familiares que sí las tienen, conversan tiernamente, a veces mejor que con sus congéneres humanos. Y nadie les dice locos. Me gusta, particularmente, rebatir las sandeces –eso creo– que escucho en debates por los medios de comunicación, o me río y hago comentarios con los titulares de los diarios, un ejercicio interesante si los hay. ¿Y lo que proferimos cuando manejamos, gestos incluidos? Este tema de usar la palabra sin prejuicios da para mucho más, claro. Usted y yo podemos conversar con una persona querida que está lejos o ha muerto, verbalizando nostalgias, extrañezas, momentos compartidos… todavía ninguna me ha contestado enseguida, pero todo es posible. ¿Acaso no somos un país religioso? Eso supone creer en otros planos de vida, aunque no estoy segura de mi reacción si tal plano se me presenta en vivo y en directo y asegura que también me extraña. Paso a paso.
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