¿Sin clases?

La Argentina corre peligro de perder lo que muchos consideran su gran ventaja comparativa: el nivel educativo de sus habitantes.

Puesto que el gobierno se ve forzado a reducir drásticamente el gasto público para que guarde cierta relación con los recursos disponibles, era de prever que entre las partidas suprimidas estaría la supuesta por el llamado «incentivo docente», aquel producto de un fondo especial creado en la fase final de la segunda gestión de Carlos Menem que, en teoría, sería financiado por los aportes de los dueños de vehículos. También era previsible que los sindicatos docentes reaccionarían amenazando con impedir que se pusiera en marcha el próximo ciclo lectivo, a menos que el gobierno se comprometiera a desistir de «avanzar en la misma línea que fijó Domingo Cavallo» cuando intentaba eliminar el déficit fiscal. Así, pues, parece inevitable que, aun cuando el gobierno logre poner en orden las cuentas nacionales, la emergencia económica combinada con la combatividad gremial significará que para los alumnos 2002 resulte ser aún peor que los años anteriores debido, en muchos casos, a la profunda inquietud que sientan sus propios familiares, pocos de los cuales estarán en condiciones de aislarse de la angustia generalizada, además de los conflictos laborales interminables que ya constituyen una parte permanente del panorama educativo argentino y la desmoralización de los docentes.

Aunque es claramente imposible evitar que la educación tanto pública como privada sea perjudicada por una crisis que está provocando estragos muy graves en todo el país, tratar de paliarlos en la medida que sea factible debería considerarse un objetivo prioritario por varios motivos, de los que el principal consiste en que lo perdido en los años formativos a menudo resulta irrecuperable. Mientras que las personas maduras suelen ser capaces de reponerse después de recibir duros golpes financieros o laborales, pocos jóvenes que hayan visto interrumpirse su educación podrán reanudarla después incluso si se les presenta una oportunidad para hacerlo. No sólo los que la abandonan para siempre, sino también los muchos que llegan a la conclusión de que lo que aprenden en los colegios no vale nada porque no les garantizará un empleo bien remunerado, están por lo común destinados a integrarse al ejército creciente de heridos sociales que, lo mismo que los semianalfabetos de generaciones anteriores, harán que una vez que se haya dejado atrás la crisis sea muy difícil el progreso político y económico del país. Tal como están las cosas, la Argentina corre peligro de perder, acaso definitivamente, lo que muchos todavía consideran su ventaja comparativa más importante: el nivel educativo de sus habitantes. Puede que dicha superioridad ya sea en gran medida un mito -en este ámbito como en otros, hemos perdido muchísimo terreno frente a los países de Asia oriental-, pero el que tantos lo crean seguirá sirviendo para atraer a los inversionistas cuya colaboración necesitaremos más que nunca en los años próximos. En efecto, llama la atención que muchos comentaristas extranjeros que procuran analizar el embrollo actual insistan en que el nivel educativo local es equiparable con el de Europa.

Si bien sería una exageración atribuir el desastre que se ha producido a las deficiencias del sistema educativo, no lo es señalar que la forma ya tradicional de tratar esta parte fundamental del conjunto que constituye el país era un síntoma más de las distorsiones culturales que tarde o temprano asegurarían que la Argentina se desplomaría. Lo mismo que en tantos otros ámbitos, el orgullo sentido por una apariencia obviamente engañosa resultó ser tan intenso que muy pocos se preocupaban por la realidad. Al igual que con las instituciones democráticas, la administración pública, el sistema previsional, la Justicia, el empresariado «productivo» y las fuerzas armadas, cuando de la educación se ha tratado nos hemos conformado con un pobre simulacro de lo que existía en los países más avanzados y ahora nos ha llegado la hora de pagar el precio de décadas de desidia y de mentira. Quienes tendrán que aportar más a saldarlo serán los productos de nuestras escuelas y universidades, instituciones que en otras partes del mundo siguieron funcionando como es debido incluso en medio de guerras atroces, pero que pocos quisieran «privilegiar» en un país en que la educación es tomada por un lujo, no por una necesidad.


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