“El frío no es lo que más duele”: una noche en el refugio que acoge a los que nadie espera
En la ciudad deportiva de Neuquén, un refugio estatal ofrece abrigo, atención médica y acompañamiento a personas en situación de calle. Canelones calientes, camas limpias y una red de cuidado humano buscan sostener cuerpos y esperanzas quebradas por la intemperie, la pobreza y el abandono.

El frío más bravo no es el de la ola polar. Son las 8 de la noche, Jacinto se baja del colectivo y camina en dirección a la Ciudad Deportiva de Neuquén. El aire le congela las orejas, tiene la boca pastosa y el cansancio se siente como plomo en los párpados. Las carpas blancas se ven a lo lejos, iluminadas. Va solo, sin nada en las manos y con la mente perdida. De eso se trata su vida.
Al llegar, hay autos estacionados y una reja blanca de contención que marca por dónde hay que entrar. Allí saluda en un murmullo a dos hombres con chalecos blancos del ministerio de Trabajo y Desarrollo Laboral de Neuquén le dan la bienvenida. Piensa en la cama caliente, y se mete en la primera carpa del refugio que la provincia armó hace una semana para contener a las personas en situación de calle.
Una decena de personas están sentadas en sillas de plástico blancas, en una sala de espera. Como si quisiera hacerse invisible, se sienta despacio, en silencio. Lanza un suspiro, el olor a alcohol queda en el aire, y tira la mirada al piso para esperar a que lo llamen.

Lucas Castelli, ministro de Trabajo y Desarrollo Laboral, entra por ahí y los saluda animado. Cuenta que el refugio tiene tres carpas dormitorio con 130 camas, una carpa comedor, una médica y otra de admisión, donde se hace un control. “La persona de la calle es un caminante. El primer día, a las 9, estaban todos durmiendo. Estábamos preparados para una noche larga y no lo fue. Estructuralmente hay mucho para reformar, que lamentablemente no se soluciona en dos meses, pero ante estas temperaturas, había que estar”, explica.
«Primer día: 46 personas. Segundo día: 67. Tercer día: 70. Cuarto y quinto: 90 o 100. Y el jueves, a una semana de abierto, eran 110». Va enumerando y pasa a la próxima carpa. Los policías lo saludan cordiales. Están en todos lados.
En una mesa, Laura controla lo que lleva Juan Carlos en las bolsas, para que no ingrese nada de lo que está prohibido. Le pide el nombre, le da una pulsera roja, como las de un recital.

“Se les hace una entrevista, se toman los datos, se ve si son de acá, si tienen problemas de consumo. Esto es más que un lugar para dormir. Me pasaba que, sin conocerlos, se me acercaban al auto y les tenía miedo. Subía las ventanillas. Y ahora voy mirando, los encuentro, les digo: ‘¿Por qué no fuiste anoche al refugio? Te esperamos’. Es muy movilizante. Hay mucha necesidad”.
Frío polar, la guadaña de la gente en situación de calle
En todo el país, el frío de las últimas semanas hizo estragos, y ya se registraron al menos 63 muertes vinculadas a las bajas temperaturas en lo que va de 2025. La cifra surge de un relevamiento de la Asamblea Popular por los Derechos de las Personas en Situación de Calle y el grupo de estudios Sociabilidad en los Márgenes de la Facultad de Psicología de la UBA. Por eso Neuquén, y también ciudades de Río Negro decidieron abrir refugios para evitar el peor final.
Juan junta sus cosas de la mesa y va a la próxima carpa, el “Puesto Médico”. La carpa es blanca, todo parece un campamento de guerra. “Vos no te vayas, te vamos a internar”, se escucha a una médica decir al entrar. Hay tres camillas con hombres acostados, conectados a un suero. Hay sillas donde a otros les toman la presión. “Se quiere ir a bañar primero y a comer”, le contesta la enfermera. Le cuenta que llegó hace unos días desde Salta, que quedó en situación de calle y estaba con fiebre.
Mientras la cinta azul se infla en el brazo de Rolando, él conversa. Dice que está bien, “que tiene 17 de presión. No es mi primera noche acá y ayer tenía 20”. Tiene el pelo gris, abundante, cejas tupidas unidas en una sola, y un gorro de lana agujereado atornillado en las arrugas de la frente. “Soy jubilado, cobro la mínima, pero no puedo pagar un alquiler. Entonces tuve que ir a vivir a la calle”, cuenta.

El equipo médico está conformado por ocho profesionales con al menos dos especialidades. Hay emergentólogos, un psiquiatra, tres psicólogos y diez enfermeros. Luciana Ortiz Luna, secretaria de Emergencias y Gestión de Riesgos, dice que es un hospital, «como los que se montan en zonas de desastre, está equipado como una terapia intensiva».
Explican que el 80% de las personas que llegan presentan problemas de consumo. Pero el trabajo no se limita a los primeros auxilios: muchos comienzan un proceso de acompañamiento con el apoyo de los equipos. «El consumo es cíclico, la mayoría no se «cura», pero se les dice que hay que seguir y acá no es un límite: todos son recibidos».
Aquellos días, la mayoría eran hombres en el refugio. Solo había ocho mujeres, dos de ellas embarazadas. También personas con certificado de discapacidad, y otras que llegaron escapando de situaciones de violencia de género. “Tenemos esperanza, dos meses para trabajar, y encontrar el lugar en el que se rompieron los vínculos de sus vidas para ayudar a repararlos», dice Luciana.

Cada persona que ingresa es evaluada de inmediato: se controlan los signos vitales y se determina si necesita atención médica, curaciones, medicación o incluso internación. Hubo casos de intoxicaciones severas o situaciones que requerían hospitalización, pero como los hospitales estaban colapsados por cuadros respiratorios, los atendieron allí.
«Cuerpo testigo de la vida como agonía de la vida»
El escritor, filósofo y activista por los derechos humanos Vicente Zito Lema decía en su texto «El cuerpo de la pobreza», que «hay un cuerpo que anda por el mundo, sin espacio en el mundo. Sombra y fantasma. Un cuerpo demandado, sometido, desollado, amputado, violado, abusado, despreciado, disciplinado, torturado, condenado en el hacer y en el no hacer», como el de Ezequiel.

Ezequiel hace tres días está ahí internado. Llegó con la mandíbula fracturada en varias partes, el codo inflamado y la cicatriz de una cirugía. En el hospital le dieron el alta aunque no estaba listo y volvió a la calle. Cuando llegó al refugio, no podía abrir la boca. Lo alimentaron con una bombilla unos días y recién ahora podía empezar a comer. “Acá me tratan mejor que en el hospital. Me caí de una moto”, dice, apenas separa sus dientes y se refriega la piel oscura del rostro inflamado.
A su lado, Sandra le cortaba las uñas a un joven acostado, que se apretaba la cabeza con ambos codos. “Es un trabajo que gratifica, tengo 32 años como enfermera. Vemos cómo progresan: llegan lastimados, quemados. Todos merecemos que nos cuiden, que alguien nos diga que somos importantes.”

Jacinto ya estaba listo y pasó frente a ellos hacia el ropero. Allí, Eli mostraba los pantalones clasificados por talles sobre una mesa. También había remeras, camperas, pulóveres, y desde el jueves no pararon de llegar donaciones. Como había pocas mujeres, lo que sobraba se llevaba a iglesias o merenderos con ropero comunitario.
“Acá les damos un toallón limpio, ropa, zapatillas, jabón, lo que necesitan para poder bañarse”, contaban. Estaban los scouts, las chicas de la Red Solidaria, personal del Ministerio y muchos voluntarios. “Es hermoso cómo la gente coopera. Traen cosas, quieren ayudar. Son todos muy amables, y es un despliegue gigante que emociona.”
Jacinto, buscaba unas zapatillas de su talle. “Estoy en una situación jodida. Tengo un lugar prestado, compré nylon y me armé algo, pero no cubre nada, con el frío no se puede dormir. Tengo 60 años, soy pensionado, pero no me alcanza para nada. No tengo familia, estoy solo. Hace mucho que no me doy una ducha caliente”, decía mientras agarraba su ropa limpia y se dirigía hacia el sector de duchas de la pista de atletismo.

En el comedor, los canelones calientes con salsa boloñesa iban de mesa en mesa. “Esto es un Estado presente. Tal vez no podamos cambiarles la vida de un día para el otro, pero al menos logramos que en estos días no la pasen tan mal”, decían desde el equipo, mientras repartían viandas.
En los tablones, todos comían en silencio. La única mujer allí era Neri, que quería contar su historia. “Hace ocho meses que estoy en la calle. Vivía en Villa Ceferino, pero era un lugar inhabitable, había ratas y era un agujero narco. Tengo un hijo. Pagaba 100 mil pesos por mes y terminé en la calle. Una panadería me dio una mano, me ofrecieron trabajo y me pagan $4.500 la hora. También vendo medias en la calle. Soy ayudante de cocina, y me encantaría volver a trabajar de eso”.

La posibilidad de volver a la sociedad
Era la primera vez que se abría un vacunatorio en ese lugar. Lorena, del Ministerio de Salud, había llegado con un dispositivo que incluía vacunas contra la gripe y el neumococo, además de testeos de VIH y sífilis. Era voluntario, y sorprendía la cantidad de personas que se acercaban a vacunarse.

Julieta Cuevas, subsecretaria de Empleo y Formación Profesional con su equipo también estaban presentes en el refugio. “Hacemos entrevistas individuales. Eso nos permite ver quiénes están más cerca o más lejos de una oportunidad laboral. Nuestro rol es intermediar con el sector privado, para generar posibilidades o brindar capacitaciones, y definir estrategias distintas según cada grupo.”
Al día siguiente, se programó un taller con personas que tienen capacidades laborales y podrían revincularse al mundo del trabajo. “Nos encontramos con gente que realmente quiere volver a trabajar y tienen oficio. Muchos están hace poco en la calle, trabajan de forma informal pero no pueden pagar un alquiler. También hay jubilados, y situaciones más complejas, con personas que llevan años en la calle, con consumos problemáticos, o que viven de lavar vidrios y no buscan cambiar su realidad”.

Julieta también señaló cómo la promesa de oportunidades en Vaca Muerta influye en el fenómeno: “El 30% de las personas que atendemos vienen de otras provincias. Llegan buscando una oportunidad que todavía no encuentran. Por eso, estos dos meses son clave para vincularlos a capacitaciones, entrevistas y acompañarlos de noche y de día.”
Santiago tiene 22 años y un cuerpo diminuto. Era su día de suerte: los canelones, su comida favorita, estaban en el menú. Se los devoró rápido, también comió la naranja de postre y se fue directo a la carpa dormitorio. Al entrar, el calor lo abrazó. Las camas, con sábanas y frazadas, ya estaban listas, iluminadas por una luz tenue. Algunos ya se habían acostado, y él empezó a prepararse. Mientras lo hacía, contó su historia. Está en la calle desde hace un año. Le dejó su terreno a su hija y desde entonces no tiene dónde vivir.
“La calle es una mierda. Tenés que pelear con los pibes que consumen. Si estás en la sustancia, vas a salir a robar o a pedir. Yo estoy metido en eso, pero no me va. Ayer no llegué por el colectivo, pero un amigo tiene banda de frazadas y me prestó”.

Santiago es soldador, aunque reconoce que tiene un problema. Se pone triste, extraña a su familia. “No veo a mi hija crecer, y la sustancia cada vez me tira más. No tapo lo que me pasó. Estoy solo desde los 9 años, mi vieja murió, y mi viejo me dejó en un hogar de menores. Es la vida que me tocó, doña”, dice antes de dormir y el refugio se convierte en una pausa corta de abandono, en donde desfilan los invisibles que el frío puso en escena.
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