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Salvador, María y el legado de los Maldonado para la historia de Choele Choel

La casona de esa familia hoy cobija al Museo Regional, que se vistió de fiesta para conmemorar el “Día del Pueblo”. Es que se cumplieron 142 años de la tercera y definitiva relocalización de la comunidad y por eso vale la pena recordar. ¡No te pierdas las fotos históricas al final!

Si quisieras ubicarla a distancia, rastreando con el buscador, no podrías. El equipo del recorrido virtual no sabía lo que se estaba perdiendo, porque la Casa Maldonado, o simplemente “la casona”, como le dicen los vecinos del oeste de Choele Choel, quedó fuera de la línea azul del Street View, que apenas pasó por algunas arterias de la localidad más importante del Valle Medio, tan valiosa en la historia rionegrina. Aún así, no se quedó aislada, porque esta vivienda sigue recibiendo vida, 120 años después, gracias al equipo del Museo Regional, que la mima para que recupere su plenitud. Por eso vale la pena conocerla en persona, acercarse hasta la calle Currú Leuvú, casi Mapuches, para mirar de cerca sus molduras y columnas, imaginar cómo habrá sido el revoque de sus paredes rosadas y las tardes a la sombra, detrás de su enrejado de madera que mira hacia el oeste. 

Salvador Maldonado y María Escobar fueron sus ocupantes originales. Sanjuanino él, nacido en Jachal; indígena ella, de la estirpe tehuelche, formaron pareja y fueron padres de siete hijos, en una comunidad de apenas 300 habitantes. Con talento para la carpintería, se sabe que este inmigrante interno llegó con unos 16, 17 años, junto a los expedicionarios de la Campaña al Desierto de 1879, investigaron desde el Museo. Cabe recordar que muchos civiles acompañaban a esos contingentes, porque sus oficios iban a ser necesarios en los nuevos pueblos que se pretendía organizar sobre las tierras despojadas. 

Instalados ya en una inmensa quinta, a 500 metros del río en el oeste del pueblo, Salvador se dedicó a la vida rural. Choele Choel recién encontraba algo de estabilidad después de intentar prosperar en distintas ubicaciones geográficas, sin lograr su cometido. Todavía estaban en la memoria las inundaciones en lo que fue el pueblo Avellaneda y la aridez de Pampa de los Molinos, donde el viento tapaba y barría con todo. Por eso cuando parecían haber acertado en los pronósticos, sin sorpresas por al menos 20 años, el crecimiento empezó a consolidarse y la “Casa Maldonado” se convirtió en uno de los 16 inmuebles de ladrillo en el ejido. Las demás eran de adobe y techo de paja. 

Liliana Zacarías y Evaristo “Pucho” Navarro conducen la Comisión Amigos del Museo y oficiaron de guías para que RÍO NEGRO pudiera conocer el valioso pasado que descansa dentro de estas paredes de ladrillo artesanal. De estilo “italianizante”, dicen los entendidos, se calcula que fueron albañiles calificados quienes trabajaron para hacer realidad esta casa, por la calidad de sus detalles y el tiempo que lleva en pie. Hace dos décadas que fue donada a la institución por Rodolfo, hijo de Benjamín y nieto de Salvador y María, uno de los tantos descendientes que vivieron en la región. Desde entonces allí comenzaron las tareas de relevamiento y de reparación, para subsanar los años que no tuvo mantenimiento. 

Salvador y María, de origen sanjuanino y tehuelche, formaron una familia con siete hijos. Foto: Flor Salto.

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Los archivos y sobretodo los testimonios de vecinos sirvieron para saber que tras la muerte de su dueño, en 1908, y de su dueña, en 1950, la Casona sirvió como salón para bailes, reuniones sociales y hasta velorios, algo normal si se tiene en cuenta que no había muchos sitios en el pueblo con esas dimensiones, para momentos de considerable convocatoria. Hoy, entrar a sus ambientes invita a volver a caminar el piso de ladrillo en la “matera”, lugar para el descanso frente a cada atardecer, y también la pinotea de la entrada, reconstruida con la madera que se pudo salvar en varias habitaciones.

Las tablas de los techos también fueron restauradas y vueltas a colocar, aprovechando los lados mejor conservados. Eso sí, la joyita fue descubrir el sistema de aislamiento que existía encima, donde perduraba la combinación de barro y paja, para mantener todo impermeable y fresco. También la cisterna que se llenaba con agua de un brazo del Río Negro, distante a escasos metros de la vivienda y que aseguraba el suministro de este vital elemento, aprovechando la ley de gravedad y un canal entubado. Con lo recolectado se llenaba un gran piletón para el consumo humano y riego del campo, junto a dos pozos descubiertos, que llegaban hasta la napa de agua.

Liliana y Evaristo son quienes conducen la comisión de «Amigos del Museo».

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Sobre cada experiencia vivida en torno a este proyecto, “Pucho” puede dar cátedra. Porque la labor del museo ya no es su hobbie, sino más bien su legado como habitante de estos pagos. De su gusto por conocer la historia de sus antepasados y de la “gente mayor”, Evaristo empezó a dar fruto ya en los años ‘80, abriendo el juego a otros apasionados como él y recibiendo los objetos antiguos que le donaban distintas familias en confianza, porque veían su fervor por la historia.

Un lote de armas antiguas, de la policía territoriana, fue el primer aporte, gracias a un comisario de apellido Iglesias. Hoy, el Museo es su actividad principal, formalizada en 2001, posible gracias al apoyo incondicional de su esposa, Mary Watson, que va ordenando y estructurando el empuje de su compañero.

“Dios me fue premiando con la gente necesaria”,

valoró “Pucho” ante RÍO NEGRO.

En total participa junto a unos 10 integrantes en la comisión, con los que organizan eventos y actividades a beneficio, además de los socios, para seguir con las obras que hoy ponen a punto el sistema eléctrico, la calefacción, la cocina con mayólicas y la pinotea de una de las salas. Ya sólo quedan recuerdos del incendio que afectó varios espacios internos y la letrina que antes se usaba como baño a metros de la casa, reemplazada por un anexo hecho a nuevo. Mientras tanto sueñan con una biblioteca, una sala de lectura y otra de video con línea de tiempo, explicando la trayectoria local. 

Foto: Flor Salto.

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A medida que la charla avanzaba, la brisa que entraba por la puerta abierta dejaba con insistencia diminutos granos de arena sobre nuestro anotador, indicio de que hace 120 años quienes idearon esta casona contemplaron la buena ventilación en el diseño, algo fundamental en tiempos sin aire acondicionado. Y señal de que “el río está acá nomás”, agregó Liliana, por la arena de la ribera, algo a lo que no estamos acostumbrados en el Alto Valle, donde varios kilómetros nos separan entre el ejido urbano y las aguas del Negro.  

Sobre los primeros registros en torno a esta región, la isla grande y el pueblo en sí mismo específicamente, el historiador, arquitecto y sociólogo César Vapnarsky explicó en su libro “Pueblos del Norte de la Patagonia” (1983) que Choele Choel es el nombre original que los indígenas le dieron. Paso obligado de los nativos hacia Chile, la isla sin embargo, fue luego ocupada por las tropas del general Ángel Pacheco, “durante la campaña contra los indios impulsada por el general Juan Manuel de Rosas”, según señaló el autor. Como si fuera un objeto esperando dueño, desconociendo la preexistencia nativa, la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires decidió “obsequiarle” esas tierras al “Restaurador de la leyes”, en 1833. “Pero Rosas canjeó la isla por tierras menos remotas y aquella quedó desocupada por el hombre blanco hasta la Campaña al Desierto”, agregó Vapnarsky.

Los objetos en exhibición remiten al origen del pueblo, cómo mejoró su comunicación y los negocios mas recordados. Foto: Flor Salto.

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Reservada ante el Gobierno para «pueblos, colonias y campamentos», fueron los jefes militares quienes otorgaron diversos permisos de ocupación provisional en un espacio que llegó a ser escenario para la cría de 35.000 cabezas de ovinos, cerca de 1500 vacunos y algo menos de equinos. También alojó a los caballos del Ejército, “68 taperas y algunas casas”, aunque se desaconsejó el desarrollo a causa de las crecidas y el suelo resbaladizo. Distinta fue la suerte del “pueblo”, que se formó en la costa opuesta, con la llegada del ferrocarril y una estación distante unos cinco kilómetros, provisoria, que terminó siendo definitiva. 

Este y apenas otros pocos son los únicos trabajos que hacen referencia a la casona que esta semana nos convocó para esta nota. Vapnarsky la describió como “excepcional testimonio arquitectónico del Norte de la Patagonia”, cuyo frente se asemejaba a una esquina, aunque sorprendía “la prolongación al fondo, en ángulo recto”. 

Frente a esta escasez de material, el arduo trabajo del Museo Histórico sirvió para elaborar y unir lo poco se sabía, recopilando también fotos de la vivienda y de la vida de los Maldonado – Escobar. En estado original, se ve en las imágenes de archivo, que aún se podía leer la “S” en un dintel lateral, quizás inicial del nombre de su dueño, y el año “1901”, como indicio del comienzo de su construcción. 

Foto: Flor Salto.

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Ahora, lejos de improvisar, la restauración de este monumento histórico provincial viene siguiendo un minucioso informe con recomendaciones elaborado por el equipo que integraron Norma Noemí Piva, Claudio Guzmán, Dante Enrique Di Fiore y Leandro Cravotta, desde la Facultad de Ingeniería de la Universidad Nacional del Comahue. Allí, como actividad de extensión, pusieron manos a la obra para reactivarla a lo grande. Según el escrito elaborado, presentaba “grietas en los muros portantes, muros descalzados, problemas de filtraciones y faltantes de piezas estructurales y ornamentales, además de la destrucción de revestimientos exteriores como molduras, ornamentos, mansardas, cornisas, etc”. A eso se le sumaba que “la mayoría de las carpinterías originales habían sido cerradas con mampostería o reemplazadas con aberturas de menor tamaño y de estilo contemporáneo”, acciones contrarias a cuidar el espíritu arquitectónico del lugar, criticaron. 

Para frenar el deterioro a tiempo, hicieron un relevamiento fotográfico y en video, con el que elaboraron una maqueta virtual y estimaron cómo debería ser la apariencia original del sitio. En el predio de casi una hectárea que la rodea, propusieron sumar un anfiteatro para shows al aire libre, un bar, feria artesanal y hasta plaza homenaje a los inmigrantes. Hacia allí apunta este sueño que no descansa, buscando convertirse en realidad. 

Estos son los planos del proyecto que esperan llevar a cabo. Foto: Flor Salto.

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María enviudó estando embarazada de su hija menor, contó Zacarías. Aquí con seis de sus siete hijos. Foto: Museo Regional.

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Salvador y su hijo Benjamín, el padre de quien donó la Casona al Museo.

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