Suerte
“¿Lo viste ese día a tu papá?”, pregunta la Señora, que cada vez que toca el timbre logra que el gato se esconda y no vuelva hasta que ella se va. Habla del último lunes de Alfredo, cuando se lo llevó la ambulancia porque tenía “algo” en los testículos. “Lo vi mejor que siempre, jugaba con mi beba, se reía”, cuenta la Señora, una muchacha peruana sonriente. “Ah, y me decía: ‘Yo no soy Alfredo, soy Pablo Javier’ ¿Tu hermano más grande se llama así?”, sigue ella, que cada tanto le lava la cara a la casa que Isidoro Reyes comparte con otro hermano, donde la mugre suele estacionar sin mucha resistencia. Reyes no vio a su papá en las últimas semanas pero todos los días sabía algo de él. Los que estaban día a día con Alfredo le contaban algo que lo sorprendía y arrinconaba su escepticismo. Como la Señora, mientras plancha: “¿Viste que él no hablaba casi, que no se le entendía bien? Bueno, ese día habló clarísimo, hacía chistes, obedecía a los enfermeros, porque el nunca quería comer pero ese día abría la boca y comía. Era como un niño”. En la clínica había sido igual. Alfredo pasó tres meses internado. Al principio dijeron que por el ACV le iba a quedar paralizada la parte izquierda del cuerpo: “No creo que vuelva a caminar”, advirtió un médico, con cara de “si es que se salva”. Alfredo volvió a su departamento y lo tenían que atar porque no se quedaba quieto: caminaba, comía y, como en la pendiente final de su vida, además de no acordarse de nada tampoco podía hilvanar dos palabras. Las enfermeras siempre tenían un cuento: “Alfredo, Alfredo… ¡Qué pícaro que es! Siempre igual… ¡Hoy estaba muy charlatán! ¿No qué sí, Alfredo? Dale, no me hagas quedar mal ahora que llegó tu hijo. No sabés, hoy habló un montón, hacía chistes, se le entendía todo. Ahora debe estar cansado”. Reyes escuchó un centenar de anécdotas así, de gente que no había conocido al Alfredo lúcido pero que contaba cosas que encajaban perfecto. “¿Será que siempre llego tarde?”, rumiaba Reyes. Y recordó que no era así: él también podía contar una historia parecida. Cuando fue a ver a su papá y le presentó a Latana Buendía, varios meses atrás. Almorzaron en el departamento de Alfredo. Se quedaron un rato, que Reyes recuerda largo. Ella insistía en hablarle. Alfredo los miraba y se reía. Reyes estaba incómodo: “No me responde y no sé si me entiende, ¿para qué le voy a decir que estoy yendo y viniendo a Venezuela, que me mudé cuatro veces en el último mes, que vos sos italiana, vivías en Quito, te instalaste en Caracas pero en un año vas a vivir en Buenos Aires? Ni yo lo entiendo”, se afligió Reyes. “¡Y qué importa! Dale, ahí viene”, dijo Latana. Alfredo volvía del baño. Reyes se fue ablandando. Latana completaba las lagunas y decoraba los relatos. Alfredo tenía los ojos como un búho, de a ratos interrumpía con una onomatopeya. Hasta que dijo: “Linda sonrisa”. Latana, con su sonrisa espontánea y luminosa, eludió el piropo: “Se lo debe decir a todas las chicas que traés, ¿no?”. Durante una hora le siguieron hablando. Alfredo repartía la mirada perdida entre el techo, una cuchara o enroscando un dedo en el mantel. No intentaba decir nada, como si se le hubiera agotado la batería. Reyes y Latana se despidieron con un beso. Alfredo sonrió: “Suerte con lo que viene”.
Juan Ignacio Pereyra
“¿Lo viste ese día a tu papá?”, pregunta la Señora, que cada vez que toca el timbre logra que el gato se esconda y no vuelva hasta que ella se va. Habla del último lunes de Alfredo, cuando se lo llevó la ambulancia porque tenía “algo” en los testículos. “Lo vi mejor que siempre, jugaba con mi beba, se reía”, cuenta la Señora, una muchacha peruana sonriente. “Ah, y me decía: ‘Yo no soy Alfredo, soy Pablo Javier’ ¿Tu hermano más grande se llama así?”, sigue ella, que cada tanto le lava la cara a la casa que Isidoro Reyes comparte con otro hermano, donde la mugre suele estacionar sin mucha resistencia. Reyes no vio a su papá en las últimas semanas pero todos los días sabía algo de él. Los que estaban día a día con Alfredo le contaban algo que lo sorprendía y arrinconaba su escepticismo. Como la Señora, mientras plancha: “¿Viste que él no hablaba casi, que no se le entendía bien? Bueno, ese día habló clarísimo, hacía chistes, obedecía a los enfermeros, porque el nunca quería comer pero ese día abría la boca y comía. Era como un niño”. En la clínica había sido igual. Alfredo pasó tres meses internado. Al principio dijeron que por el ACV le iba a quedar paralizada la parte izquierda del cuerpo: “No creo que vuelva a caminar”, advirtió un médico, con cara de “si es que se salva”. Alfredo volvió a su departamento y lo tenían que atar porque no se quedaba quieto: caminaba, comía y, como en la pendiente final de su vida, además de no acordarse de nada tampoco podía hilvanar dos palabras. Las enfermeras siempre tenían un cuento: “Alfredo, Alfredo... ¡Qué pícaro que es! Siempre igual... ¡Hoy estaba muy charlatán! ¿No qué sí, Alfredo? Dale, no me hagas quedar mal ahora que llegó tu hijo. No sabés, hoy habló un montón, hacía chistes, se le entendía todo. Ahora debe estar cansado”. Reyes escuchó un centenar de anécdotas así, de gente que no había conocido al Alfredo lúcido pero que contaba cosas que encajaban perfecto. “¿Será que siempre llego tarde?”, rumiaba Reyes. Y recordó que no era así: él también podía contar una historia parecida. Cuando fue a ver a su papá y le presentó a Latana Buendía, varios meses atrás. Almorzaron en el departamento de Alfredo. Se quedaron un rato, que Reyes recuerda largo. Ella insistía en hablarle. Alfredo los miraba y se reía. Reyes estaba incómodo: “No me responde y no sé si me entiende, ¿para qué le voy a decir que estoy yendo y viniendo a Venezuela, que me mudé cuatro veces en el último mes, que vos sos italiana, vivías en Quito, te instalaste en Caracas pero en un año vas a vivir en Buenos Aires? Ni yo lo entiendo”, se afligió Reyes. “¡Y qué importa! Dale, ahí viene”, dijo Latana. Alfredo volvía del baño. Reyes se fue ablandando. Latana completaba las lagunas y decoraba los relatos. Alfredo tenía los ojos como un búho, de a ratos interrumpía con una onomatopeya. Hasta que dijo: “Linda sonrisa”. Latana, con su sonrisa espontánea y luminosa, eludió el piropo: “Se lo debe decir a todas las chicas que traés, ¿no?”. Durante una hora le siguieron hablando. Alfredo repartía la mirada perdida entre el techo, una cuchara o enroscando un dedo en el mantel. No intentaba decir nada, como si se le hubiera agotado la batería. Reyes y Latana se despidieron con un beso. Alfredo sonrió: “Suerte con lo que viene”.
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