Un bandoneón hecho mujer

Paquita Bernardo deslumbró a los tangueros.

Francisca Cruz Bernardo, alias Paquita, representa uno de esos personajes míticos y, en cierta forma, dibujados por la imaginería de los cafetines de la cosmopolita y frívola Buenos Aires del Centenario.

Las voces memoriosas de la cultura popular la mostrarían como la primera mujer bandoneonista profesional argentina.

Amante del fuelle entre sus rodillas, su imagen era la de una muchacha joven, a veces vestida con traje de hombre, otras cubierta con una manta desde la cintura a los pies aún los pantalones no formaban parte del atuendo femenino ya que el instrumento inventado por el alemán Alfred Band exige la apertura de las piernas durante su ejecución.

Todo anima a suponer que fue una mujer singular para su época. Si bien la música no representaba un género ajeno a los saberes establecidos para damiselas inquietas, tocar el bandoneón era una elección sumamente osada.

Crónicas de la época describieron que también otras féminas recorrían por esos circuitos de la vida nocturna porteña, pero no ya abocadas a la melodía, sino al ejercicio de la prostitución clandestina, a la atención de mesas en los cafés-conciertos como las camareras, o al cambio del clima ruidoso del lugar como hacían las famosas victroleras.

Supuesto está, que todas estas jovencillas, pertenecientes a diferentes profesiones, se cruzaban entre sí y habitaban ese mundo febril y misógino, a la vez, de la parada cafeteril.

Paquita Bernardo nació en los albores del siglo XX, el primero de enero de 1900, en la meca del tango: Villa Crespo.

Con una infancia trajinada sin más recuerdos que las carencias, inició sus estudios musicales gracias a una vecina que le enseñaba piano en el living de su casa.

Pasó después al conservatorio donde conoció a José Servidio, maestro del bandoneón y un referente de la música popular porteña. Así fue como ella alternó con el fuelle, dando muestras de notables condiciones interpretativas.

Al cumplir 18 años, abrió su carrera como bandoneonista en los inmensos salones de casamientos y bailes populares, no lejos del barrio y del estricto control familiar. Más tarde, al incorporarse a conjuntos orquestales, participó en numerosas funciones particulares y acompañó al violinista José Jun

nissi.

No cabe duda que las imágenes de las mujeres a la garconne de los tiempos locos parisinos imprimían una tendencia mundana que hacía que las orquestas de señoritas significaran la vanguardia de los lugares de varietés. No obstante, el anuncio de que una orquesta típica estuviera dirigida por una mujer y una bandoneonista, marcó una inesperada transgresión.

Su debut aconteció en 1921, en el bar «Domínguez» cuando la calle Corrientes todavía era angosta con un sexteto denominado «Orquesta Paquita» integrada por el adolescente Osvaldo Pugliese, Alcides Palavecino y Elvino Vardaro.

Las funciones de Paquita provocaban tales aglomeraciones de curiosos que terminaban obstaculizando el tránsito de vehículos durante las tardecitas domingueras.

Dos años más tarde, participó en la Gran Fiesta del Tango organizada por la Sociedad de Compositores en el Teatro Coliseo; única mujer entre cien músicos.

Por su éxito asegurado, Paquita no fue figura de un solo lugar.

Lo era en paradas memorables de la bohemia citadina como el bar Dorrego, La Paloma, el ABC.

Los valses «Villa Crespo» y «Cerro Divino»; los tangos «Cachito», «Soñando» y «La enmascarada», representaron las apuestas más sentidas de todo su repertorio. Años más tarde, serían grabados por el Morocho del Abasto que, posiblemente, la haya conocido en un mano a mano durante la movida tanguera. Roberto Firpo fue su otro admirador.

Lamentablemente, Paquita nunca grabó sus composiciones para saber cómo era su estilo interpretativo; sin embargo, su temperamento trascendió gracias a que su obra fue interpretada, entre otros por Carlos Gardel, y al recuerdo de los músicos que trabajaron junto con ella.

Allá por los años '20, como no podría ser de otra manera, incursionó en la radio, aun cuando el tango carecía de pasaporte de música de salón sin entrar todavía por la puerta grande.

Asimismo, del otro lado del charco, también le reconocieron sus dotes para arrancar tibiezas de sonidos a un instrumento noble pero difícil de tocar.

Paquita y su arrebato de ingenio musical provocaron asombros en poetas costumbristas de entretenimientos y azares; tal fue el caso de José Portalogo, quien escribió, en la añeja publicación «Caras y Caretas», la siguiente rememoranza: «…de pronto es la Paquita, que me arrima al oído, bajito en un café, un rumor de palabras, una música que acarrea la brisa, amontonando bajo la vieja lona del circo».

Y para no ser menos, Héctor Negri le dedicó un tangopoema, llamado «La vuelta de Paquita».

Murió el 14 de abril de 1925. Su tumba es una estatua de tamaño natural, arqueada sobre su pecho. En una puesta performática, reproduce lo que noche tras noche Paquita provocaba en aquellos parroquianos: un febril movimiento del cuerpo acompañado por los acordes de su bandoneón.

 

MABEL BELLUCCI


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