Un muro de más

Era de prever que desataría polémicas furibundas el intento del intendente de San Isidro, un barrio del conurbano bonaerense relativamente próspero, de construir un muro para proteger a la gente de su distrito de las incursiones delictivas de quienes viven en Villa Jardín, un asentamiento pobre de San Fernando. Aunque en nuestro país abundan las comunidades cerradas y escasean quienes no procuran mantener a raya a los sospechosos rodeándose de muros, rejas -a veces electrificadas- y otras barreras, el simbolismo de la iniciativa de Gustavo Posse era tan evidente que en seguida se vio transformado en blanco de las andanadas moralizadoras de políticos, encabezados por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, que lo acusaron de librar una suerte de guerra clasista contra «los humildes». Para sorpresa de nadie, la Justicia le ordenó desistir, aunque miembros del Sindicato de Camioneros ya se habían encargado de demoler el muro, de este modo recordándole que ellos mandaban en el país real.

Es sin duda reconfortante saber que, con la eventual excepción del ex kirchnerista Posse, todos nuestros dirigentes políticos, intelectuales y, desde luego, sindicalistas están firmemente a favor de la igualdad y que por lo tanto se niegan a discriminar entre «ricos» y pobres, pero es forzoso reconocer que sus sentimientos generosos han incidido muy poco en la evolución socioeconómica del país. Desde hace varias décadas está ensanchándose la brecha no sólo económica sino también educativa y cultural, en el sentido lato de la palabra, que separa a la mitad más o menos solvente de la sociedad y la otra mitad que está hundida ya en la pobreza extrema, ya en la indigencia, y no hay señales de que el proceso así supuesto esté por revertirse. Como diría Cristina, la Argentina está «involucionándose» con rapidez al consolidarse las diferencias sin que los gobiernos que sucedieron a la dictadura militar -todos «progresistas», según su propia definición- hayan hecho lo suficiente como para frenar el proceso. Asimismo, por desagradable que sea señalarlo, los vecinos de lugares como San Isidro tienen motivos bien concretos para querer impedir el ingreso de quienes habitan las villas cercanas. Nadie ignora que la mayoría de las personas que viven en ellas es honesta, pero también se da una minoría que ha hecho del crimen, violento o no, un estilo de vida. Querer protegerse excluyendo a todos puede ser muy antipático, además de muy injusto, pero mientras las villas estén plagadas de narcotraficantes y otros delincuentes es comprensible que los sanisidrenses hayan querido distanciarse de una parte del país que les es ajena. Huelga decir que no son los únicos: medio país parece resuelto a pasar por alto el hecho de que decenas de millones de compatriotas vivan al borde de la miseria.

Muros de ladrillos y cemento como el de San Isidro pueden ser derribados con facilidad. En cambio, los muros psicológicos y sociales, que son mucho más altos, parecen ser indestructibles. Están conformados no sólo por los prejuicios claramente inaceptables de algunos sino también por las actitudes de políticos y otros para los que los pobres son sujetos pasivos que más que nada necesitan de la caridad ajena o deberían ser movilizados por los dueños de aparatos clientelistas que, por lo común, están más interesados en sus propias prioridades políticas y económicas que en eliminar los obstáculos de todo tipo contra los que los despectivamente llamados humildes tienen que luchar todos los días.

Aunque es natural que quienes tienen algo quieran ayudar a los demás e incluso asumir la responsabilidad por su destino, tanto aquí como en otras partes del mundo sus esfuerzos a menudo sólo sirven para hacer más dependientes a los presuntamente beneficiados por su magnanimidad. Si hay una forma eficaz de ir reduciendo la pobreza «estructural», ésta consiste en posibilitar, mediante la educación y el desmantelamiento de trabas, que los pobres mismos aprovechen al máximo su espíritu emprendedor, no en asegurarles que andando el tiempo el gobierno conseguirá rescatarlos. Todas las promesas en tal sentido han resultado ser falsas, pero ello no ha sido óbice para que políticos de derecha, centro e izquierda hayan continuado repitiéndolas, aunque a esta altura deberían ser conscientes de que sólo se trata de palabras huecas.


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