Viejos instintos

No es del todo inconcebible que la democracia compartiera el destino de la economía, aunque todos la defiendan.

Aunque por ahora no existen motivos serios para creer que grupos significantes se hayan convencido de que lo que el país necesita en este momento es una dictadura castrense, para algunos la idea de que en vista de la situación en la que nos encontramos sería lógico que estuviera en marcha un «golpe cívico militar»está resultando irresistible. Ante cualquier síntoma de malestar en las fuerzas armadas, quienes se sienten fascinados por esta hipótesis hacen lo posible por exagerar su importancia. Si un general o almirante da a entender que le preocupa el estado del país -y dadas las circunstancias sería asombroso que algunos no se sintieran angustiados-, creen ya contar con evidencia de una conspiración, razón por la que el encuentro reciente del jefe del Ejército, teniente general Ricardo Brinzoni, con un banquero estimuló una cantidad impresionante de versiones. A pesar de que los rumores que se han puesto a circular se basaban en hechos inocuos que en otras latitudes ni siquiera hubieran merecido un comentario, el presidente Eduardo Duhalde, el ministro de Defensa, Horacio Jaunarena, el general Brinzoni y otros se han sentido constreñidos a desmentirlos, pero no sorprendería que sus palabras resultaran contraproducentes al persuadir a muchos de que si tantos dignatarios creen que es necesario descartar la posibilidad de un golpe será porque uno está por concretarse.

Asimismo, no sería suficiente como para ahuyentar el espectro redactar una lista de razones contundentes por las que un golpe «cívico militar» parece sumamente improbable. Sin embargo, convendría que los atraídos por la noción entendieran que los costos para el país de una dictadura que sería repudiada por la mayor parte del mundo civilizado serían enormes mientras que la única ventaja concebible, cierta tranquilidad en las calles, podría asegurarse sin violar la Constitución. De todos modos, puesto que los militares mismos fueron debidamente aleccionados por la experiencia que les supuso el Proceso, su deseo de asumir la responsabilidad de gobernar es mínimo y, conscientes de que a algunos políticos les complacería entregarles el poder como en efecto hicieron en 1976 cuando los desbordaban los problemas que ellos mismos habían provocado, no tienen mucho interés por darles el gusto. Tal vez su actitud sería distinta si tuvieran en claro lo que sería necesario hacer para que la Argentina se recuperara de sus heridas autoinfligidas, pero sucede que están tan desconcertados por el colapso económico como el que más.

Sea como fuere, a pesar de que a los militares no les seduzca en absoluto retomar el papel de «salvadores de la patria» y las condiciones internacionales no sean nada propicias para la resurrección de una forma de gobierno tan anticuada, es de prever que en los meses próximos el golpismo se erija en un factor importante, porque para muchos sectores sigue constituyendo una «solución» natural para las crisis peligrosas. No es sólo una cuestión de los simpatizantes tradicionales de los regímenes castrenses, sino también de sus enemigos más decididos. Estos dan por descontado que sus adversarios, trátese de «fascistas» auténticos o demócratas «liberales» como el ex ministro de Economía, Ricardo López Murphy, son golpistas por antonomasia y nunca dejan pasar una oportunidad para decirlo aunque de este modo actúen como propagandistas involuntarios de la causa que juran abominar. Por lo tanto, no extrañaría que, por mucho que en la actualidad les parezca estrafalaria la idea de una dictadura militar, oficiales resueltos a mantenerse firmemente subordinados a las autoridades constitucionales y civiles que por principio son reacios a colaborar con cualquier gobierno no democrático terminaran habituándose a ella. Como la historia de los años últimos nos ha enseñado, romper con tradiciones políticas arraigadas no es nada fácil aun cuando no quepa duda de que su incidencia en la vida del país ha sido catastrófica. Ya hemos visto el desmoronamiento de la economía debido a la incapacidad de «los dirigentes» de abandonar actitudes claramente suicidas, de manera que no es del todo inconcebible que la democracia compartiera el mismo destino a pesar de que la mayoría abrumadora de los ciudadanos, sin excluir a los militares, esté sinceramente decidida a defenderla.


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