Donde cantan las ballenas jorobadas: Chubut se convierte en un escenario clave del Atlántico Sur

En un rincón de la Patagonia que hasta hace poco no figuraba en los mapas migratorios, las ballenas jorobadas encontraron una escala segura. Lo hacen sin anunciarse, pero con la persistencia de quien vuelve porque algo lo llama.

La canción de una jorobada puede ser oída a 20 kilómetros de distancia y el soplido puede llegar a los 3 metros de altura. Fotos. Maike Friedrich.

Durante años, las ballenas jorobadas eran apenas un suspiro en el horizonte del mar chubutense. Apariciones breves, casi fantasmas marinos que cruzaban sin detenerse, pero algo cambió. Desde hace un tiempo, ya no solo pasan: vuelven, y lo hacen cada verano. El registro de sus comportamientos confirmó que esta presencia ya no es esporádica, sino habitual. “Patagonia Azul, en el norte del Golfo San Jorge, es uno de los pocos puntos costeros del Mar Argentino, junto con el canal de Beagle, donde se las puede ver con regularidad”, señala Ignacio “Nacho” Gutiérrez Galván, coordinador de conservación del Proyecto Patagonia Azul.

Ayer se celebró el Día Mundial de las Ballenas y los Delfines, una fecha que recuerda la moratoria global sobre la caza comercial de ballenas, aprobada en 1982 y en vigor desde 1986. Este acuerdo histórico de la Comisión Ballenera Internacional (CBI) salvó a miles de cetáceos al establecer un límite de cero capturas comerciales. A más de 35 años de su entrada en vigor, estas aguas del sur recuerdan que hay mucho por conservar.

La llegada de las ballenas jorobadas se registra desde 2019, y ya suma más de 140 individuos identificados. Cada cola es una firma irrepetible, una postal genética que revela trayectos y costumbres. Algunas ballenas regresan año tras año, como MN-4, a la que el equipo reconoce como una vieja amiga. “Cuando llega, sentimos que todo vale la pena”, dice Nacho, porque no solo vuelven: se quedan. Se alimentan, socializan, descansan y eligen a Chubut como uno de sus escenarios predilectos.


La ballena jorobada, una artista del océano


Si hay un cetáceo que despierta simpatía instantánea, es la ballena jorobada. Curiosa, cercana, y con un repertorio de acrobacias y vocalizaciones que la distinguen. No es raro verla asomarse al bote, mostrar el ojo y quedarse allí, como si también quisiera estudiar al ser humano. “Una vez una se acercó tanto que nos miraba, detenida, como si compartiera con nosotros ese instante. Fue un momento de muchísima paz y belleza”, recuerda Nacho.

De octubre a marzo, estas aguas se convierten en un escenario privilegiado. Con sus cuerpos de hasta 16 metros, las ballenas jorobadas giran, golpean la superficie con sus aletas largas como alas y se sumergen dejando la cola al viento. Se mueve con una agilidad que desafía la lógica. “Verlas saltar es un momento mágico, un espectáculo que emociona”, dice el Gutiérrez.

Si hay un cetáceo que despierta simpatía instantánea, es la ballena jorobada.

Y no solo saltan, también cantan con sonidos graves, vibrantes, hipnóticos, que recorren kilómetros bajo el mar, cada población tiene su propia melodía. “Lo que podemos registrar nosotros acá son los llamados, que son sonidos más cortos, de poca duración y de frecuencias bastante altas, que sí son audibles para el oído humano”, detalla Nacho. Y agrega: “pero durante la época reproductiva, los machos, sobre todo, producen cantos que son vocalizaciones mucho más largas, con estructuras repetidas que, por momentos, tienen coincidencias entre poblaciones”.

Para detectar estos sonidos, analizarlas y determinar el uso que le dan las ballenas jorobadas, los investigadores cuentan con hidrófonos, unos micrófonos subacuáticos que registran todo tipo de resonancias. “El instrumento va registrando todos los sonidos debajo del mar. Después lo configuramos para determinar qué tipo de frecuencias queremos escuchar. De esta manera se puede ir escuchando todos los sonidos que hagan cualquier cetáceo bajo el agua”, explica el joven.


De Brasil a la Antártida, un paso por Chubut


Hasta el momento, la ciencia sólo reconoce una gran autopista migratoria para esta especie de ballenas en el Atlántico Sudoccidental desde las costas del estado de San Pablo, en Brasil, hasta las frías aguas de las Islas Georgias del Sur. Era un trayecto conocido, pero los datos recogidos por el equipo en Patagonia Azul cambiaron el mapa: “Gracias a la fotoidentificación vimos que algunas de las ballenas jorobadas que llegan a Chubut también vienen desde el sur de Brasil. Algunas de ellas también fueron vistas en el canal de Beagle y otras en la península Antártica”, explica Gutiérrez.

Esto sugiere la existencia de una ruta migratoria más costera, menos conocida, donde las ballenas se detienen a alimentarse y socializar en zonas como el norte del Golfo San Jorge, antes de continuar hacia el sur. Incluso algunas han sido identificadas también en el Canal de Beagle. “Es posible que estén trazando un corredor biológico costero que une Brasil con la Antártida, pasando por nuestra Patagonia Azul. Sería un gran descubrimiento”, afirma el coordinador.


Monumento natural


Hace tan solo unos meses, la Legislatura de Chubut declaró a la ballena jorobada como Monumento Natural de la provincia, una figura legal que prohíbe toda actividad que atente contra su presencia en el mar provincial. La medida no es simbólica, busca blindar un corredor ecológico vital y cada vez más transitado. “Es uno de los pocos lugares de la costa argentina donde se puede ver regularmente a esta especie, es única para nuestro mar”, destaca Gutiérrez.

La designación como monumento natural marca un antes y un después, pero no es la única medida, en la región también existen áreas marinas protegidas de tipo no take, donde se prohíbe toda actividad extractiva. “Cuando uno detecta zonas clave para la biodiversidad marina, como las áreas de alimentación de las jorobadas, protegerlas beneficia a muchas otras especies que comparten ese hábitat”, señala el coordinador.


Patagonia tierra de Ballenas


Roxana Schteinbarg, del Instituto de Conservación de Ballenas (ICB), resume en una frase poderosa: “Las ballenas valen más vivas que muertas”. Su rol ecológico es fundamental: fertilizan los océanos, distribuyen nutrientes, capturan carbono y sostienen la vida marina. El turismo de avistaje responsable, como el que se practica en Península Valdés, no solo impulsa la economía, sino que también despierta conciencia ambiental, refuerza el sentido de pertenencia local y promueve una cultura de respeto por la biodiversidad.

Chubut, que antes parecía un rincón periférico, hoy se revela como un punto clave en la geografía íntima de los cetáceos. Allí pueden avistarse cuatro especies de ballenas: la franca austral, la minke, la sei y la jorobada. Las dos últimas están en peligro de extinción.

La ballena franca austral es el gran emblema de Chubut. Su presencia imponente atrae a millones de turistas de todo el país y el mundo. La sei, en cambio, es símbolo de superación: fue común hasta 1930, cuando la caza comercial la empujó al borde de la desaparición. Hoy su avistaje crece, aunque todavía enfrenta amenazas humanas. La minke, la más pequeña, puede medir hasta 8 metros, es también la más esquiva. Se mueve con rapidez, se sabe poco sobre ella y hay muy pocos ejemplares.

Con información de Agencia Ambiente