Cuando lo legal no es necesariamente justo

La posibilidad de que ciertos aspectos de la legalidad puedan, en ocasiones, resultar socialmente injustos es una de las enseñanzas que nos ha dejado el reciente fallo Muiña.

Se trata de un fenómeno paradojal, en tanto se espera que la legalidad contemple una solución justa ante una necesidad o un reclamo. A veces, sin embargo, una de dichas cualidades contrasta con la otra y se consagra la ruptura de todo equilibrio.

Sobran los ejemplos. Las llamadas “Leyes de Nüremberg” consistieron en una serie de normas de carácter racista y antisemita sancionadas en la Alemania del Tercer Reich, adoptadas por unanimidad el 15 de septiembre de 1935.

Aquellas estuvieron dirigidas a impedir que el colectivo judío se relacionara racialmente con el pueblo alemán, dando inicio a su discriminación y persecución en ese país.

La incidencia de esas leyes con lo que a partir de 1941 sería la “solución de la cuestión judía” está fuera de toda discusión. También lo está la crueldad e injusticia extrema de todo ese proceso legislativo que conllevaría al holocausto.

Otro ejemplo más cercano en el tiempo y en el espacio remite al 5 de diciembre de 1986, cuando el presidente Alfonsín envió el proyecto de ley conocido como Punto Final al Congreso.

Dicha ley estableció un límite de sesenta días para denunciar las actividades criminales perpetradas durante la dictadura, plazo tras el cual quedaba excluida la posibilidad de hacerlo en adelante. Fue sancionada el 23 de diciembre de 1986.

Tiempo más tarde, el 13 de mayo de 1987, el mismo presidente remitió al Congreso un proyecto de ley de Obediencia Debida, que creaba una casi irrefutable defensa para oficiales de mediano y bajo rango.

El proyecto se centró en la premisa de que los oficiales jefes, subordinados, suboficiales y la tropa de las fuerzas armadas, de seguridad y penitenciarias, habían actuado bajo órdenes y, por lo tanto, no podían ser castigados. Fue sancionada el 6 de junio de 1987.

Advertida su inconveniencia la Corte Suprema declaró, por mayoría, la validez constitucional de la ley 25779, que tiempo antes había anulado ambas normas.

Asimismo, dejó sin efecto cualquier acto fundado en ellas que pudiera oponerse al avance de los procesos o al juzgamiento y eventual condena de los responsables, o bien obstaculizar en forma alguna las investigaciones por crímenes de lesa humanidad.

El voto mayoritario de la Corte en el caso Muiña, por medio del cual aplicó el principio de la ley penal más benigna en favor de un condenado por crímenes de lesa humanidad, es otro buen ejemplo de cuando lo legal puede resultar injusto.

Lo interesante es que dicho fallo suscitó una reacción sin precedentes, pues nunca antes una sentencia de nuestro máximo tribunal había sido objeto de tanto rechazo público y colectivo.

Prueba de ello resultó que, con una velocidad inusual, la voz del pueblo se escuchó en su propio recinto natural: el Congreso de la Nación sancionó una ley que restringió la aplicación de la ley 24390 –dos por uno– a los condenados por crímenes de lesa humanidad.

Otro tanto hizo, desde una sede judicial, el Tribunal Oral Federal de San Juan, al momento de disponer la inconstitucionalidad de dicha ley, cuya aplicación fuera solicitada por un condenado a raíz de crímenes de esa misma naturaleza.

La búsqueda del bien común y de la paz social debiera orientar la actividad de los aparatos judiciales. Y cuando ello no es así, por el motivo que fuere, resulta auspicioso que respuestas institucionales procuren restaurar el equilibrio perdido.

Tal vez se trate de una de las más elocuentes lecciones impartidas por el caso Muiña.

*Profesor titular de la Universidad Nacional de Río Negro (UNRN)

El bien común y la paz social debieran orientar los aparatos judiciales. Y cuando no es así es auspicioso que salidas institucionales busquen restaurar el equilibrio.

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El bien común y la paz social debieran orientar los aparatos judiciales. Y cuando no es así es auspicioso que salidas institucionales busquen restaurar el equilibrio.

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