De derechos y de reveses

PABLO ÁNGEL Gutiérrez COLANTUONO (*)

Venezuela ha abandonado su pertenencia al Sistema Americano de Derechos Humanos (SIDH). ¿Es una decisión posible de ser adoptada desde la perspectiva universal de los derechos humanos? Los tribunales internacionales de derechos humanos son distintos del resto de la Justicia de orden internacional, al igual que lo es este tipo de tratados del resto de los instrumentos internacionales. Aquí no se discuten intereses económicos ni cuestiones bilaterales o multilaterales entre Estados. Estos tribunales tienen por objetivo principal preservar los derechos humanos de las personas condenando, llegado el caso, la actuación de los países. Los tratados de esta especie y sus cortes de Justicia operan ante conflictos entre las personas y los Estados, otorgando derechos a aquéllas y obligaciones a éstos. Estamos frente a la protección transnacional de los derechos de las personas ante las violaciones estatales internas cometidas a los derechos fundamentales. Es un sistema de garantía colectiva de derechos humanos y de libertades fundamentales. En tal contexto, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) es un emergente del sistema de la Organización de los Estados Americanos, como lo es también la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Ambos órganos tienen una base en origen de un componente político, a no dudarlo. Como también lo tienen aquellos otros tipos de órganos, organizaciones o instituciones internacionales creados por razones económicas y/o políticas –Unasur, Mercosur, Unión Europea, Naciones Unidas y Organización Internacional del Trabajo, por nombrar algunos–. De forma tal que el componente político no es negado; por el contrario, es el motor –junto a otros factores– que lleva, en definitiva, a la conformación de tales instituciones, órganos bilaterales y multilaterales desde una posición geopolítica de cada uno de los países integrantes de los mismos. La decisión político-institucional que adoptó Venezuela al formalizar su salida del SIDH en septiembre del 2012 y que entró recientemente en vigencia ha sido claramente desafortunada desde la perspectiva internacional de los derechos humanos. Ello ha consolidado un proceso previo de infracción interna estatal a la normatividad de los derechos humanos. Ya en su sistema judicial nacional se había negado sistemáticamente en los últimos años a cumplir las sentencias de la Corte IDH alegando que eran inejecutables. Venezuela había rechazado así la posibilidad de que la Corte IDH tuviera acaso injerencia interna alguna en temas de derechos humanos de sus ciudadanos. Todo ello a pesar de la vigencia constitucional del sistema en el orden interno por decisión de un proceso reformador constituyente que, para colmo, había sido legitimado aún más fuertemente mediante un referéndum popular. La ciudadanía se había expresado a favor de la garantía universal de los derechos humanos y su preeminencia interna. Ésta es la realidad y no otra, por más que quiera ahora presentarse bajo otra formulación. En esencia, el caso de Venezuela desnuda la resistencia que ofrecen los gobiernos al control del poder; fracturar el poder en distintos estamentos locales, regionales o internacionales de control implica claramente que los gobiernos tengan menos posibilidad de controlar a quienes los controlan. Aquí el controlante, el sistema regional de derechos humanos, se encuentra fuera del alcance del controlado. Fracasados en el intento de lograr debilitar los controles, a veces se opta por renunciar al sistema de control sin importar que con tal decisión se desproteja a los ciudadanos al mismo tiempo que se adopta una postura regresiva no admitida en la actual evolución del derecho de los derechos humanos y del derecho internacional en general. La decisión de Venezuela muestra un importante desconocimiento del origen de este tipo de normas y tribunales de derechos humanos; ellos son un emergente de las gravísimas violaciones a dichos derechos registradas en las no muy lejanas etapas de la historia mundial y regional. La propia historia de la Europa de los derechos humanos así lo explica, también la regional americana atravesada en el siglo pasado. Es desconocer que la salida de este tipo de sistemas es en sí misma una actuación estatal que constituye una infracción al sistema de derechos humanos y por ende, en nuestro criterio, ineficaz desde la perspectiva de este tipo de tratados. Una vez capturados en el sistema estatal interno determinados compromisos internacionales en estos asuntos, las personas adquieren irrevocablemente derechos que no pueden posteriormente ser quitados por autoridad estatal interna alguna. Ya no le pertenecen ni le son disponibles a los gobiernos locales, tan sólo deben ocuparse de planificar políticas internas que prevengan infracciones, protejan los derechos e incrementen los niveles de dignidad de sus ciudadanos. En este contexto, grave por cierto, sería esperable un llamado por parte de los socios en el Mercosur de Venezuela para que revise tal medida; ello así por una doble razón. La primera obedece a un contexto internacional: en la Europa comunitaria es regla exigir a futuros socios como condición de su ingreso al espacio económico integrado europeo asumir compromisos propios de la Convención Europea de Derechos Humanos; en otras palabras, no habrá disfrute de la condición de socio de la Unión Europea si antes no se adecua el futuro socio a estándares mínimos de protección en materia de derechos humanos. La segunda es de orden de compromisos regionales ya que en el ámbito del Mercosur se ha firmado un protocolo específico que regula la obligación de las partes de promover y proteger los derechos humanos en su ámbito. En síntesis, las críticas que puedan acaso merecer el sistema de la OEA y/o sus órganos vinculados con el SIDH no deberían servir de excusa para intentar justificar aquello imposible de ser justificado: la decisión de aislar en materia de derechos humanos ya no a un país sino antes bien a sus ciudadanos, quitándoles un marco normativo y orgánico al cual acudir ante violaciones cometidas por el propio Estado. Lo dicho no implica desconocer la necesidad de mejorar los mecanismos existentes e incluso crear nuevos sistemas que los complementen –por ejemplo, en el marco de la Unasur–. Aquello que creemos grave, equivocado y claramente violatorio de compromisos internacionales es pretender buscar cambios desde la supresión de un nivel de protección ya vigente y del cual gozan las personas en el actual estado de los derechos humanos en el sistema regional. Un pésimo punto de partida si es que se quiere dar en serio una discusión trascendental sobre el tema. (*) Profesor de Derecho


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