El poder de la nostalgia

Mirando al sur

Detrás del malestar político que se ha propagado por buena parte del mundo está un gran vacío: no hay doctrinas nuevas capaces de movilizar a millones de personas como en su momento hicieron el comunismo, el fascismo y, con consecuencias menos terribles, el peronismo; o, en países acostumbrados a regímenes tiránicos como los latinoamericanos y los musulmanes, la promesa de un futuro democrático. La sensación de que, de un modo u otro, han fracasado todo los “modelos” ensayados, tanto los colectivistas como los individualistas, los autoritarios como los liberales, sin que nadie haya conseguido elaborar uno superador que sea igualmente atractivo, es motivo de frustración para quienes quieren hacer de la política una actividad heroica, mesiánica, casi religiosa.

Convencidos de que los esquemas moderados que apoyan la mayoría de los políticos en los países democráticos son insoportablemente mediocres y, para colmo, incapaces de satisfacer las aspiraciones legítimas de sectores muy amplios, tales personas buscan en el pasado iniciativas que, en su opinión, pudieron haber producido resultados concretos mejores.

Los nostálgicos más extremos son los islamistas: fantasean con regresar al medioevo, cuando sus ejércitos llevaban la palabra del profeta a la mayor parte del mundo civilizado desde los confines de China hasta el Atlántico.

Los nostálgicos occidentales, entre ellos aquellos cuya hostilidad hacia el presidente Mauricio Macri se basa en la noción de que es indigno dejar el gobierno en manos de un conjunto de empresarios de ideas que les parecen chatas, son menos ambiciosos que los islamistas: se conformarían con reeditar algunos de los dramas truculentos del siglo pasado antes de que el sueño revolucionario se vuelva una pesadilla.

A su manera, se parecen a los ancianos exiliados que, hasta hace poco, hablaban de restaurar los imperios hundidos o monarquías derribadas en que habían pasado su juventud; pero en la actualidad quienes más quisieran retroceder en el tiempo son los enemigos mortales de aquellos nostálgicos de generaciones anteriores.

Aunque los izquierdistas y sus compañeros de ruta que fantasean con reeditar las revoluciones que destruyeron el orden tradicional entiendan que fracasaron de manera atroz todos los intentos de construir utopías tomando por asalto al futuro, siguen sintiéndose irresistiblemente atraídos por los dramas que protagonizaron sus ancestros espirituales.

No se equivocaba por completo Karl Marx cuando, aludiendo a una frase de Hegel, dictaminó que la historia se repite siempre dos veces, “primero como tragedia y después como farsa”, pero olvidó decir que las farsas también pueden ser trágicas. Si bien la revolución bolivariana, la del “socialismo del siglo XXI”, es a lo sumo una versión burlesca de la cubana, para no hablar de la bolchevique o la maoísta, las consecuencias para los venezolanos han sido desastrosas. ¿Realmente creen Nicolás Maduro y sus laderos que están echando los cimientos de una sociedad mejor?

Es poco probable, pero parecería que es tan fuerte el mito revolucionario de que los chavistas se atribuyen el derecho a ufanarse de su voluntad de sacrificar un pueblo entero en aras de un conjunto de planteos anacrónicos.

Por fortuna, es escasa la posibilidad de que los admiradores argentinos de Hugo Chávez, Fidel Castro y el Che Guevara logren apoderarse del país. Así y todo, aquí abundan los emotivamente comprometidos con proyectos fracasados, incluyendo, en el caso de una minoría de violentos, a los propuestos por las bandas terroristas, de ideología sincrética, ya que se las arreglaron para combinar el marxismo, el peronismo y el nacionalismo católico, que abrieron la puerta para que en 1976 irrumpieran una vez más los militares.

Pero no sólo se trata de un puñado de fanáticos. También hay que tomar en cuenta a los muchos populistas, por calificarlos de algún modo, de estilo menos belicoso que son reacios a permitir que el país opte por un rumbo distinto del fijado más de setenta años atrás por el general Juan Domingo Perón. A esta altura, sabrán que han sido irremediablemente pobres los resultados concretos de tantas décadas de virtual hegemonía política y predominio cultural, pero por sus propios motivos se aferran a esquemas que les parecen naturales.

Mientras duren, todos los órdenes sociales, por aberrantes que algunos sean a juicio de la posteridad, cuentan con defensores acérrimos, algunos muy inteligentes, además de la aquiescencia de una proporción sustancial de quienes los sufren, por ser cuestión de lo que para ellos es la normalidad. Es en cierto modo comprensible, pues, que las víctimas principales del populismo nacional, los más de diez millones de hombres, mujeres y niños que viven en la miseria, propendan a apoyar a los responsables máximos de sus penurias.

Sería inútil pedirles comparar su destino con aquel de los habitantes de ingresos relativamente magros, pero altos según las pautas latinoamericanas, de países extranjeros que se enriquecieron luego de repudiar la clase política local variantes del populismo o el voluntarismo izquierdista. Su propia experiencia les ha enseñado que para mantenerse a flote hay que congraciarse con el mandamás del aparato clientelista más cercano, lo que, suponen, les exige hacer gala de su lealtad personal hacia su figura y, desde luego, aquellas de sus jefes políticos.

Aún más que los éxitos, los fracasos generan intereses creados. Son muchos los individuos que saben que alejarse de las estructuras corporativistas en que militan como sindicalistas, piqueteros, “luchadores sociales”, legisladores y así por el estilo podría ocasionarles muchas dificultades.

El que las causas que defienden hayan contribuido enormemente a la transformación del país en una fábrica de pobres e indigentes les importa menos que el temor a encontrarse solos a la intemperie. Lo mismo que los burócratas que servían a los sistemas confeccionados por tantos regímenes dictatoriales monárquicos, comunistas y fascistas que se pudren en el basurero de la historia, se oponen por instinto al cambio por entender que cualquier modificación del statu quo los perjudicaría.

Los islamistas son más extremos: sueñan con volver al medioevo. En Occidente, con reeditar truculentos dramas del siglo XX, antes de que la revolución se volviera pesadilla.

El hecho de que las causas que defienden hayan contribuido a transformar el país en una fábrica de pobres les importa menos que el temor a encontrarse solos a la intemperie.

Datos

Los islamistas son más extremos: sueñan con volver al medioevo. En Occidente, con reeditar truculentos dramas del siglo XX, antes de que la revolución se volviera pesadilla.
El hecho de que las causas que defienden hayan contribuido a transformar el país en una fábrica de pobres les importa menos que el temor a encontrarse solos a la intemperie.

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