El último tabú

Mirando al sur

Cómo es que de pronto una sociedad comienza a hablar de algo que callaba? ¿Cuándo fue que las mujeres –aún no todas, aún es difícil– pudieron decir: mi pareja me maltrata y recibir el apoyo y la contención de los demás? ¿Cuándo y cómo un tema oculto, un tema de puertas para adentro, gana la calle, toma cuerpo, se hace de todos? La violencia hacia la mujer, el aborto, las drogas, la corrupción, la desnutrición, tantos otros. Sin embargo hay algo de lo que todavía no se habla, hay un tema que es nuestro último tabú, la frontera de lo que se puede contar. No hablamos de los hijos problemáticos, los que tienen trastornos psiquiátricos, los violentos. De los hijos que nos duelen, de los que cometen errores. De los que se van del hogar, los que delinquen, toman, se drogan, traspasan el último límite.

Y no hablamos de ello, la mayoría, porque dejar al desnudo las faltas del hijo es dejar al desnudo la más profunda zozobra como padres. El fracaso. Incluso si uno acompañó y contuvo, si pidió ayuda, si consultó, si hubo tratamientos de por medio, si estuvo ahí y puso el cuerpo, metafórica y literalmente. Porque… ¿cómo decir: este hijo deseado, amado, acompañado, tiene problemas y no logro ayudarlo, cuando lo único que uno desea es protegerlo? ¿Y cómo hacerlo sin ser acusado? Parece inaceptable que un joven problemático pueda provenir de un hogar sano, de un hogar en donde es querido. Por ello es que nadie habla, por ello es que las redes están repletas de hijos amorosos, trabajadores, responsables, abanderados y sonrientes y nadie se anima a compartir ese otro lado de nuestras vidas como padres, la que duele hasta lo indecible.

M. baja la voz cuando comienza a hablar de su hija, como si lo que va a compartir a continuación no pudiera pronunciarse en voz alta. Otras madres harán lo mismo, y digo madres porque son ellas, más que los varones, las que necesitan ponerle palabras a esto que les sucede. La hija de M., de 19 años, ha sido diagnosticada con trastorno límite de la personalidad o borderline. Y, entre otras cosas, en este momento no puede quedarse sola en la casa. Así que sus padres y hermanos se turnan para acompañarla en todo momento. M. dice que nadie más de la familia lo sabe. Ni los amigos. Sólo los que viven bajo el mismo techo y los profesionales que la atienden. Le pregunto por qué. M. se queda en silencio. No entenderían, me dice. Y la gente le tiene miedo a lo que no entiende o desconoce. La discriminarían. Le pregunto si ya vivió alguna situación en que la apartaron o si se basa en un supuesto. A M. le tiembla la barbilla. Es tan difícil…, dice, tan difícil… Si a nosotros nos cuesta… A veces se pone de un modo en que no querés saber nada con ella y otras veces te necesita desesperadamente. Yo sólo no quiero que sufra más de lo que sufre.

El caso de B. es parecido y a la vez diferente. Su hijo de 13 comenzó de pronto a acumular pequeñas transgresiones en la escuela: llegar tarde, irse del aula sin permiso, no presentar trabajos ni completar carpetas, seguir conversando o usando el celular cuando no debía; y otras no tan pequeñas, como desafiar y responder a los profesores. B. pensaba que su hijo pasaba por un período de adaptación al secundario, pero finalmente aceptó la sugerencia del gabinete escolar de hacer un psicodiagnóstico y así fue como su hijo recibió un diagnóstico y una serie de recomendaciones: contención, seguimiento individual, tiempos particulares. Poco tiempo después, cuenta B., la llamaron del colegio para otra reunión en la que le sugirieron que aquella no era la escuela indicada para su hijo.

Cuando supieron que era un chico con problemas, dice B., se lo sacaron de encima. Y con toda la bronca del mundo lo cambié. Podría haber peleado la decisión, pero para qué, si ahí no lo querían. En la escuela nueva no dije ni una palabra sobre el diagnóstico ni sobre su comportamiento ni sobre nada. Que pase por un pibe hinchapelotas más. Y qué puedo hacer, si mi hijo tiene que ir a la escuela.

P. tuvo un año difícil con su hijo adolescente. De pronto el muchacho comenzó a desafiar cada una de sus indicaciones y un día llegó la agresión. Ella había puesto un límite: no habría dinero ese fin de semana. Lo dijo convencida, con tono firme, y luego dio media vuelta para marcharse. Entonces él la empujó, por la espalda. M., cuenta, se quedó en blanco. No fue un empujón fuerte –explica, se explica–, creo que simplemente todo ese enojo que antes podía contener de algún modo se le salió del cuerpo, perdió el filtro. Y yo no supe qué hacer. Sentí una inmensa frustración, en ese momento pensé que había fracasado en todo, no sólo como madre, como si en toda mi vida solo hubiera logrado ese empujón.

Eso nunca se repitió, sigue ella, pero desde entonces, cuando yo pongo un límite, él se pone cocorito y se me acerca como diciéndome: ¿te vas a meter conmigo? Esto lo sabe mi esposo, claro, pero nadie más. ¿A quién podría contarle algo así…? ¿Te imaginás cómo empezarían a verlo en la familia? O… si lo supieran los amigos, ¿seguirían estando con él? ¿Y los padres de los amigos? No lo dejarían juntarse con sus hijos, no lo invitarían a sus casas… No sé si le hago un bien o un mal, sólo quiero protegerlo. De él mismo y de los demás. Ah, ahora me acuerdo. Una vez estaba tan deprimida, con tanta necesidad de hablar con alguien que llamé a uno de esos teléfonos de ayuda psicológica. ¿Sabés qué me dijeron? Que tenía que sacar al agresor de la casa, que tenía que poner distancia, hacer una denuncia. ¡Es mi hijo!, le grité, quiero ayudarlo a manejar su ira, que sepa que voy a estar siempre para él. Pero para esos casos no tenían respuesta.

Otros conceptos revolotean estas conversaciones: vergüenza, temor a que el hijo sea señalado o etiquetado o que su falta quede registrada de tal manera que afecte su presente y futuro. Entonces todo se mantiene escondido, silenciado. Cosa que no ayuda a nadie: ni a los hijos ni a los padres. Ni a la sociedad, que un día tendrá que encontrar el modo de hablar de esto que pasa sin juzgar, sin vergüenzas y sin culpables.

Por eso es que las redes están repletas de hijos amorosos, responsables y sonrientes y nadie se anima a compartir ese otro lado de nuestras vidas como padres.

Este hijo deseado, amado, acompañado, tiene problemas y no logro ayudarlo, cuando lo único que uno desea es protegerlo ¿Y cómo hacerlo sin ser acusado?

Datos

Por eso es que las redes están repletas de hijos amorosos, responsables y sonrientes y nadie se anima a compartir ese otro lado de nuestras vidas como padres.
Este hijo deseado, amado, acompañado, tiene problemas y no logro ayudarlo, cuando lo único que uno desea es protegerlo ¿Y cómo hacerlo sin ser acusado?

Formá parte de nuestra comunidad de lectores

Más de un siglo comprometidos con nuestra comunidad. Elegí la mejor información, análisis y entretenimiento, desde la Patagonia para todo el país.

Quiero mi suscripción

Comentarios