Ya no hay censura, pero ¿ya no hay censura?

Mirando al sur

Durante milenios la censura fue una práctica habitual. No sólo se realizaba en las dictaduras sino también durante los gobiernos democráticos. Desde la aparición de internet eso ha cambiado radicalmente. No sólo porque se ha hecho casi imposible prohibir realmente algo en el mundo digital, sino porque todo intento de prohibición termina poniendo el foco sobre lo prohibido y logra que se lo difunda más.

Ese efecto paradójico de la censura en internet es lo que se conoce como Efecto Streisand, por el juicio que inició en el 2003 Barbra Streisand al fotógrafo Kenneth Adelman.

La cantante exigía 50 millones de dólares de indemnización porque consideraba que había sido violada su privacidad, ya que una foto de la costa californiana que había tomado Adelman incluía su mansión.

Streisand logró el efecto contrario al buscado: la imagen, cuando se inició el juicio, aún no había sido vista por 10.000 personas, pero el escándalo público en torno a ella hizo que decenas de millones de curiosos fueran a verla. Esa foto hoy ilustra la entrada de Wikipedia sobre el Efecto Streisand.

Si la prohibición de difundir una idea, que era aplicada por una autoridad política, hoy es casi imposible de realizar en el mundo democrático y en las sociedades con irrestricto acceso a internet, ¿podemos decir que realmente ya no hay más censura? Sí y no. Sí porque la vieja censura ya no se puede aplicar (el Efecto Streisand surge de inmediato, y lo que buscaba censurarse se difunde más), pero también no: la censura sigue existiendo y hoy es más férrea que nunca. La gran diferencia es que ahora el ente censor ya no es la autoridad política sino el consenso social.

Mayorías circunstanciales, pero muy beligerantes y con un alto nivel de irracionalidad, se constituyen en torno a temáticas que les resultan intolerables y de las que ni siquiera permiten que se hable (salvo que sea para condenarlas).

Hace 62 años se publicó “Lolita”, la novela de Vladimir Nabokov en la que el narrador cuenta que es seducido por una niña de 12 años y relata, de manera bastante explícita, las relaciones sexuales que tiene con ella. En 1955 fue un escándalo. El autor fue demandado judicialmente. Incluso los editores sufrieron la misma persecución. En la Argentina, la editora del libro fue Victoria Ocampo y enfrentó al tribunal que la acusaba de difundir pornografía paidofílica.

En aquellos años todo el mundo cultural se puso unánimemente a favor de que el libro se publique. Desde Borges a Mujica Láinez, todos apoyaron a Nabokov y a Victoria Ocampo. El libro fue absuelto, se editó y fue un gran best seller. Además fue llevado al cine y la película batió récords de público. Hoy, el clima de época es completamente el contrario al de aquel momento.

El ideal moralista

Desde los 50 (y hasta comienzos del siglo XXI) no había dudas: uno tenía derecho a decirlo todo, hasta lo más incómodo, hasta lo más terrible. El consenso intelectual era proclive a permitir que se pueda ser y hacer lo que se quiera si con eso no hace daño a los otros. Por el contrario, el ideal actual es moralista: no se tolera que en el ámbito social alguien manifieste un punto de vista no aceptado por la mayoría.

Por eso, en los 60 la censura era una facultad del poder a la que se enfrentaba gran parte de la sociedad. Hoy es la mayoría social la que censura. Hoy se considera “ofensa moral” toda acción u opinión que la mayoría social no soporte y, a partir de esa descalificación, se realiza una demolición pública del “disidente”.

Jean Cocteau (quien muy posiblemente hoy sería vapuleado por sus opiniones iconoclastas, sus obras vanguardistas y sus amores tan fuera de la regla social) dijo: “No se debe confundir la verdad con la opinión de la mayoría”.

Cocteau seguramente se hacía eco, en esa frase, de una sentencia que ya había anticipado su admirado Oscar Wilde: “Cuando la mayoría está de acuerdo conmigo siempre siento que debo estar equivocado”.

Wilde sabía que la mayoría casi siempre es salvaje y que actúa irracionalmente: todas las cazas de brujas se hicieron con el aplauso de los que conformaban el consenso moral de cada época. Quizá por eso Wilde también escribió: “Si nosotros somos tan dados a juzgar a los demás, es debido a que temblamos” por que descubran nuestros secretos y nos juzguen a nosotros. Criticar a los demás es una forma de desviar la atención sobre nosotros. Es como esa táctica de los arrebatadores callejeros que comienzan a gritar que se escapa el ladrón, que “es por allá que se fue”, para que el público mire para otra parte y pueda escapar tranquilo.

Mientras tanto, mientras el verdadero ladrón escapa, el público enloquecido tal vez tomó a un pobre inocente y lo linchó. Así funciona hoy la censura moral.

Desde los 50 y hasta comienzos del siglo XXI no había dudas: había derecho a decirlo todo, hasta lo más incómodo o terrible. Hoy, la mayoría social censura, en base a la “ofensa moral”.

Datos

Desde los 50 y hasta comienzos del siglo XXI no había dudas: había derecho a decirlo todo, hasta lo más incómodo o terrible. Hoy, la mayoría social censura, en base a la “ofensa moral”.

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