La Peña: Al ras o bien corto, la únicas opciones disponibles

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De tanto ir, una, otra y otra vez, me quedó grabado el escenario, la cortina, los espejos, el aroma.
Era la peluquería de Coronel, un vecino que estaba justo en frente de casa. No más de tres por tres medía el local, con puerta de madera al frente, una similar atrás, la que daba justo al patio de lo que era la casa del cura del pueblo, sillas antiguas de esas que más se parecían a sillas de odontólogo que a una de peluquero.
Hombre de pocas palabras. Era llegar y pasar a la silla sin escala, o a lo sumo esperar que terminara con otro cliente.
Coronel no tenía estilo en sus cortes, sólo tenía dos opciones. Una era un corte al ras, es decir pelado, el otro un poco más largo con tijera, pero nada extraño.
No lo admitía su propia lógica, sus años ni su prestigio. Ni siquiera teníamos que decirle cómo era el corte que queríamos. La respuesta era siempre la misma. “ya vino tu padre esta mañana, dejó pagado y dijo cómo les tenía que cortar”. Y era implacable con eso. El criterio no se discutía. Un niño en tiempo de escuela debía estar con el pelo corto, bien corto, eso era garantía de ausencia de piojos y de aseo.
Ya desde la entrada misma el frío nos corría por dentro. Las cortinas eran unas cadenitas de metal que juntas daban algo de sombra. Gris oscuro. Un almanaque con San Cayetano y un espejo grande rodeaban el escenario. No faltaba un viejo envase de talco que se rellenaba, con una leyenda que decía Polyana. Para ver el corte de atrás un espejo redondo azul con marco de plástico era suficiente. Las patillas se cortaban con una maquinita que hacía extraños ruidos, pero que tenía poco filo. Parecía que nos arrancaba los pelos. Y no contaban las quejas. El era el peluquero y había que ponerla cabeza, nada más que eso.
El corte duraba poco tiempo, durante el lapso poco se podía hablar, una radio mal sintonizada hacía más compañía que el mismo especialista.
Pero él era el peluquero del pueblo.

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