Neuquén

Basta ir a la barda para apreciar que casi no hay jarilla que no esté adornada por las bolsas desflecadas por el viento.

Redacción

Por Redacción

HÉCTOR MAURIÑO vasco@rionegro.com.ar

Esta ciudad cimarrona que no reconoce fundación y que nació como una toldería en la confluencia de los ríos, ha pasado en sólo un siglo –106 años para ser precisos– de arenal dejado de la mano de Dios a próspera “metrópolis” patagónica. Imán de inmigrantes sedientos de progreso venidos de todos los confines, segura de sí misma como del petróleo que corre por sus venas, exhibe con todo un mar de contradicciones. En pocos años las calles apenas dibujadas en la arena se han convertido en multitrochas y se han llenado de autos de todos los colores y modelos; y los viejos almacenes de ladrillo sin revocar han dado paso a lujosos comercios y restaurantes; a grandes hipermercados y bancos. Las muchas casas sin pretensiones, con paredes de chapa para soportar mejor los vientos y las bajas temperaturas, han dado lugar a lujosos chalés y prósperas barriadas. Y cuando a los afortunados propietarios no les ha alcanzado, se han mudado a barrios privados, que hoy florecen como auténtico símbolo de status. Veinte años debe ser mucho, porque en ese lapso y ante los ojos de los pobladores nativos agredidos por el aluvión migratorio, los habitantes de la ciudad pasaron de comprar su ropa y sus enseres en los grandes centros urbanos como Buenos Aires, Córdoba o Mendoza a hacerlo en cualquiera de las “grandes superficies” que brotaron de la nada. En una ciudad donde no se podía comer un sándwich que no fuera sospechoso hoy los restaurantes con buena cocina se ofrecen por docenas. En un puñado de años, esta enorme araña marrón aferrada a las bardas vivió una vertiginosa transformación: de la edificación raquítica y pobretona, a las torres surgidas como hongos después de la lluvia; de las oscuras dependencias públicas a los colosos edilicios como la Legislatura, el centro ministerial o la ciudad judicial, que parecen trasplantados de una megalópolis canadiense a la capital de la estepa salvaje. Hoy hay entretenimientos y espectáculos para todos los gustos y calibres: cine, teatro, danza, orquestas grandes, chicas y medianas; casinos para los que todavía sueñan con hacerse ricos o simplemente se aburren y hasta un museo único en el país, que se las ingenió para arrebatarle a la celosa aristocracia porteña valiosas pinturas que el Museo Nacional de Bellas Artes tenía olvidadas en el sótano. Como contrapartida, la vida en Neuquén se ha vuelto más compleja, y casi no hay trámite para el que no haya que hacer cola o soportar un plantón. Neuquén es seguramente la ciudad con más camionetas 4 x 4 por cabeza del país. Hay boutiques con ropa y calzado lujoso para petroleros afortunados, chacareros que tiran la chancleta o funcionarios oscuramente enriquecidos. Están ahí. Esta ciudad que da para todo, ha sido bautizada por muchos como “capital de los derechos humanos”, por su compromiso con la justicia y la democracia, por su enorme efervescencia política y por la nutrida participación de su gente. Es, probablemente, una de las ciudades con más alto ingreso per cápita del país y, comparativamente, una de las municipalidades con mayor presupuesto. No es la elegante San Isidro del gran Buenos Aires, ni el Pilar de los countries, pero maneja tanto alpiste como ellas, a pesar de que es también una ciudad desigual, llena de pobres y de abonados al clientelismo cruel y a la beneficencia esquiva. Ciudad desigual si las hay, tiene más de la mitad de su superficie cubierta por construcciones precarias, terrenos tomados y casillas de familias acosadas por necesidades insatisfechas. Tiene escuelas nuevas, pero una educación endeble y altos índices de deserción y desgranamiento estudiantil. La ciudad que soñó Bouquet Roldán y cuyo casco céntrico dicen que garabateó en un planito el arquitecto francés Pierre Benoit –el que creó las diagonales de La Plata inspirado en el París moderno de Haussmann–, es la capital nacional de la basura y de la bolsa de plástico; de las aguas servidas y de los caños reventados. De los veranos tórridos pero sin agua. Basta pasear un rato por la barda para apreciar que casi no hay jarilla o alpataco que no esté adornado por las bolsas desflecadas por el viento que bate, perenne, la ciudad. Tampoco hace falta ser investigador privado para encontrar uno de los tantos basurales que adornan “la puerta de entrada de la Patagonia”. Los hay por doquier y de todos los calibres. Cada neuquino es un pequeño emprendedor en este ramo. Puede declararse indignado por la proliferación de mugre en los lugares más insólitos, pero en cuanto sus vecinos miran para otro lado saldrá por su cuenta a sembrar espacios verdes, calles y bardas de desperdicios, escombros y muebles viejos. Los canales, otrora cristalinos como el Limay, ofrecen hoy un panorama desolador. Una o dos veces por año, la municipalidad pesca en sus aguas oscuras carcazas de coches viejos, neumáticos y calefones arruinados. Todo, regado con abundante aceite y lubricante usados y, sobre todo, agua servida, que fluye como el maná esencial de esta rara civilización de frontera con identidad en ebullición. Pero Neuquén no sólo destaca por la basura: merced a una infeliz coincidencia entre los fundamentalistas perrunos y el descuido oficial, también es la capital nacional de los perros vagabundos. Sus calles están sembradas de simpáticos cuadrúpedos, y también de un mar de “regalitos” depositados aquí y allá por el mejor amigo del hombre. Algunos dicen que la gente venida de todos lados no quiere a la ciudad, que no se ha aquerenciado porque sólo busca progreso individual pensando en volver luego a su lugar de origen. Y es cierto que acá nadie cuida nada mientras que en Río Negro, por ejemplo, la gente tiene más respeto y sentido de pertenencia. Pero no es menos cierto que hoy la mayoría de la población neuquina es nativa y joven, y que estos jóvenes, a diferencia de sus mayores, no tienen a dónde “volverse”como no sea a ésta, su ciudad. Acaso sean ellos los que digan la última palabra en el meneado intríngulis de la identidad. Ojalá sean los hijos los que enseñen a los padres. Por lo pronto, con todo lo que se pueda decir en contra, esta ciudad tiene el mejor cielo del mundo, el aire más puro y la gente más igualitaria y llana del país. Como muchos neuquinos por adopción, el cronista está agradecido a esta Neuquén tan desaliñada y tan libre, tan odiosa y tan querible, tan de nadie y tan propia.


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