Solsticio de verano en Nueva York

Instantáneas de la Gran Manzana: una recorrida por la ciudad que se volvió ícono y siempre invita a volver.

El Nueva York de decenas de películas y series estaba ahí, al pié del avión. Todos nuestros sentidos estaban expectantes de refrendar aquellas imágenes acumuladas por décadas. El olfato, en primera fila, se sentía el primer acreedor. El oído sospechaba que mucho de lo que escuchó había sido editado o era de archivo. Descubrió que el chirriar de las ruedas del subte a veces era mucho mayor que en Buenos Aires. A tal punto que cuando el metro llegaba a las estaciones la gente en los andenes se tapaba los oídos.

Salir del aeropuerto Kennedy por las nuestras fue sencillo. Un tren aéreo pasa por todas las terminales y te deja más allá de las zonas de estacionamiento en una terminal que es compartida por los subtes. Las tarjetas magnéticas (Metrocard) para el tren aéreo e incluso las de subtes y colectivos de se compran en el mismo aeropuerto.

El viaje en el subte “A” desde la zona del aeropuerto hasta la calle 145 de Harlem dura de 45 a 50 minutos. La mayor parte bajo tierra y algunos tramos sobre nivel. Pasamos la prueba, nos sentimos argentinos piolas.

El verano de Nueva York es muy parecido al de Buenos Aires con su cuota de humedad que puede hacerlo más sofocante. Quizás por eso en cualquier restaurante que te sientes lo primero que hacen es servirte un vaso de agua con hielo.

Parece ser que es su debilidad estival. Los hoteles tienen máquinas gratuitas de hielo y en los mercados las frutas tropicales están exhibidas sobre una cama de hielo. Las piedras de hielo están siempre separadas y su tamaño es más amigable que los conocidos témpanos locales.

Parecían fumadores de opio pero era la antípoda de un fumadero de opio. Un lugar blanco. El impoluto subsuelo de un McDonald’s. Sobre la mesa limpia tres adolescentes bien vestidos, casi recostados sobre la mesa blanca y con sus brazos como muralla, miraban sus teléfonos con devoción. No se hablaban entre ellos ni miraban a nadie. Sus oídos bajo el influjo de sus auriculares y sus ojos absorbiendo la espesa luz titilante de la pantalla. Casi inconscientes.

Para el neoyorquino la comida cotidiana y sobre todo durante el día se resuelve en lugares al paso o comidas al peso. En esos lugares la mayor superficie está dedicada a los mostradores con mucha variedad de platos y heladeras con infinidad de bebidas, hasta gaseosa de yerba mate.

El lugar para las mesas siempre es el más pequeño y el cliente se sirve y abona antes de sentarse. No existen los lugares para sentarse dos horas con un café pero pareciera que tampoco hay una necesidad de eso.

Los restaurantes con mesas y sillas y atendidos por mozos generalmente funcionan a la noche y siempre son más caros.

En NY a las 6 de la tarde se mezclan los más tempraneros para cenar y los que están tomando una copa después del trabajo. A las diez de la noche la ciudad ya está cerrando el día.

Las estaciones de subte son viejas y no están renovadas. Muy pocas tienen escaleras mecánicas o ascensores. Si no fuera por los expendedores automáticos de boletos, por sus vigas de hierro y paredes azulejadas con sus nombres delineados con pequeños baldosines, pareciera que estamos en los años cincuenta.

El Metro neoyorquino es un compendio de razas y nacionalidades que conviven en la superficie de Manhattan. A la hora de vestir el neoyorquino se destaca más por su informalidad que por su elegancia. Mujeres con mucha ropa o muy poca ropa mas allá de lo estilizado de las figuras. Camisa blanca arremangada, pantalón gris oscuro y una mochila negra y zapatos puntiagudos es el uniforme del obrero de oficinas. Curiosamente no se levantan del asiento minutos antes de llegar a una estación, sino recién cuando el subte frena.

Un afroamericano bajito y flaco sube al subte pidiendo dinero. La gente se sonríe. Pide para comprar comida, para comprar marihuana porque el “come humo”. Una mujer negra lo confronta y polemizan civilizadamente. Arriba, sentada en medio de la vereda una adolescente blanca pide dinero con un cartel. “Ninguna historia rara, sólo pido su ayuda”.

El Barrio Chino y Little Italy están cada vez más comprimidos por la ciudad. Las calles de China Town son un gran feria de mercadería barata pero sigue escondiendo pequeños lugares que exhiben su cultura milenaria con pequeños negocios de antigüedades y casas de té. En la plaza, bien temprano se practica tai chi. Little Italy ya no tiene las fruterías donde Don Corleone elegía las naranjas. En pocas cuadras, pequeños y grandes restaurantes se disputan, uno al lado del otro, el favor del turista.

La Milla de los Museos se despliega sobre la Quinta Avenida que bordea al Central Park. Allí están los más importantes de EE.UU. y quizás del mundo. Con sus obras de arte se podría armar una detallada cronología de la historia de la humanidad. Columnas griegas, bajo relieves persas, ánforas romanas, dioses aztecas. Monet, Rembrand, Van Gogh. Hopper, Pollock y Calder. Es casi insalubre recorrer más de un museo por día. Imposible digerir tanta genialidad y no sentirse abrumado.

Era un día de sol y el Parque Central lucía tan plácido como en las películas de Woody Allen. Hasta nos regaló un festival de jazz al aire libre. ¿No estaremos en una película de W.A.?

Times Square. El lugar donde hay mas leds por metro cuadrado de todo el mundo. Inmensos carteles luminosos compiten por sobreexcitar las pupilas de cientos de turistas que llenan sus veredas mirando hacia arriba. Mientras tanto el viejo edificio del Times sigue allí, hueco, sin nadie viviendo en sus entrañas, sobreviviendo para cobrar millones de dólares en alquiler por sostener esos enormes carteles.

El solsticio de verano se celebra allí con cientos de personas practicando yoga. Un imperio posmoderno que como los Mayas ofrecía cuerpos al dios Sol entre sus inmensas pirámides.

Como en las películas, de las bocas de tormenta de Manhattan sale humo. Miramos cuidadosamente y entre medio de las baldosas también sale humo. Cada tanto en las calles hay un caño de dos metros, como una chimenea donde sale ese humo.

Preguntamos y con una sonrisa nos contestan que no saben, que quizás del subte, pero las estaciones de subte no están llenas de humo. Se nos viene a la cabeza el comandante Chávez en Mar del Plata: “… aquí hay olor a azufre, es el infierno, aquí ha estado Satanás”.

Museo histórico de NY: la historia del mundo y sus alrededores.

Pastas y sándwiches

Cajeros

Museos y lugares

de interés

Metrocard

Voy + Viajes soñados

Voy

Datos

Sentarse a comer supone pagar un plato de pastas
u$s 15. Pero por u$s 6 puede comerse un gran sándwich con una gaseosa o dos enormes porciones de pizza y quedar pipón para seguir el día.
Los hay por todos lados. En los negocios, en los quioscos en las veredas. Es conveniente andar con poco efectivo, casi todo –por no decir todo– se abona con tarjeta. El posnet es más rápido que sacar la billetera, ponerse a contar billetes y esperar el vuelto.
No son baratos pero casi todos tienen un día gratis por el que hay que hacer bastante cola. Cada uno puede llegar a salir entre u$s 18 y 35 pero por
u$s 120 se compra un talonario (New York Pass) con opción a 6 atracciones durante 9 días.
Es la tarjeta que nos permite viajar en subte y colectivos. Un viaje único cuesta u$s 2,50. Una válida durante una semana para todos los viajes que quiera le costará u$s 29. ¡Ojo! No pueden usarla dos personas para pasar el molinete, una vez que la usaste tenés que esperar 14 minutos para pasarla otra vez.

Formá parte de nuestra comunidad de lectores

Más de un siglo comprometidos con nuestra comunidad. Elegí la mejor información, análisis y entretenimiento, desde la Patagonia para todo el país.

Quiero mi suscripción

Comentarios