100 días varado en el paraíso: la aventura de un psicólogo roquense en Bali
Gastón Fournier llegó horas antes del cierre de la frontera. Entre playas, volcanes y campos de arroz, rodeado de pescadores y campesinos a los que fotografía, cuenta su vida cotidiana en la famosa isla del sudeste asiático, escala de un largo viaje de más de dos años y 45 países visitados.
En aquellos días de vértigo cuando los países cerraban sus fronteras y los viajeros debían decidir a toda velocidad qué hacer, Gastón Fournier estaba en la India, cerca de Pakistán.
Trabajaba en su proyecto de un fotolibro con ONG’s cuando las cosas se pusieron cada vez más ásperas con los extranjeros, sospechosos de portar el maldito virus. Ni siquiera servía el último recurso: nombrar a Messi para dejar de ser un gringo más como tantas otras veces.
Era el 18 de marzo y la travesía que tenía planificada por el sur asiático naufragaba en aquella locura de aeropuertos copados por pasajeros sin destino: no se podía entrar a Nepal, ni a Vietnam, ni a Myanmar, ni a ningún otro lado que no fuera Indonesia.
Con la gimnasia de un viaje que llevaba más de dos años, con 45 países visitados, resolvió rápido: su mejor chance era comprar en ese mismo momento desde el celular tres pasajes de avión para hacer Amritsar – Nueva Delhi- Bangkok – Bali y encomendarse a todos los santos de la ruta para entrar antes de que lo prohibieran.
Llegó 30 horas después, justo a tiempo. Y recién cuando le pusieron el sello en el pasaporte respiró aliviado. “Tenía mucho miedo de que cancelaran vuelos o cerraran la frontera mientras volaba o esperaba en los aeropuertos. Si eso pasaba, estaba al horno: ya no sabía dónde ir”, recuerda.
u$s 3
- paga por día en el hostel donde es el único huésped. Y comer arroz con vegetales salteados le cuesta un dólar y medio.
Después llegó en mototaxi a Amed, se alojó en un hostel de tres dólares la noche, hizo suya la habitación compartida ante la ausencia de huéspedes excepto un ruso que ocupaba otra, preparó la cámara y salió a caminar por ese pueblito donde los pescadores y campesinos se ganan la vida rodeado de playas, volcanes y campos de arroz.
El lugar es hermoso, pero lo que lo convierte en un paraíso es la hospitalidad de su gente
Gastón Fournier
De eso, de los frutos del mar y de la tierra y de la producción de sal vive la mitad de la población. Y la otra mitad del turismo ahora ausente, sobre todo del buceo. Aquí las playas de arena y piedras volcánicas no son tan lindas como las del sur, pero el mar tranquilo y azul es perfecto para conocer las profundidades.
En su primera semana en la isla más famosa del sudeste asiático, aún estaban abiertos bares, restaurantes y comercios, pero empezaron a cerrar y había hoteles que no recibían extranjeros cuando se endurecieron las medidas por la pandemia.
Y si al principio cruzaban la calle o se tapaban la boca al verlo, pronto aquella distancia inicial dejó paso a la mejor cara de los balineses. “Es gente muy hospitalaria, te invitan a charlar, a tomar café. Estoy en un paraíso porque es un lugar hermoso, pero también por eso”, dice Gastón y agrega que en los últimos días reabrieron barcitos y bodegones familiares.
Acostumbra levantarse a la madrugada para acompañar a los pescadores y fotografiarlos en sus barcazas en el mar y más tarde también registra las tareas de los campesinos. “El mundo paró, pero ellos no”, dice.
Almuerza y cena arroz con verduras salteadas por un dólar y medio o compra pastas y vegetales y se cocina, se comunica en inglés o por señas y encontró en Bali la calma necesaria después de la intensidad caótica de la India para editar su primer fotolibro: tiene pegadas impresiones de sus imágenes en la pared del cuarto de cuchetas vacías. El ruso se fue así que solo quedó él en el hostel donde la familia de Nyoman y Nyoman lo trata tan bien.
Como escuchaba que muchos se llamaban igual en Bali, preguntó y le explicaron que la mayoría no usa apellido sino que se repiten los nombres del primer al cuarto hijo y al quinto se reinicia el ciclo. En el caso de los dueños del hostel, les tocó en suerte el tercero de la lista. “Son una masa”, dice Gastón.
Y eso que al principio el señor Nyoman dudó en dejarlo entrar, pese a la reserva, porque había escuchado las advertencias de las autoridades. Gastón preguntó en un par de hostels, sin suerte. Volvió. «Ok, come on», se apiadó Nyoman. Ya lleva 100 días ahí.
Postales del Valle de la Luna Rojo nevado
Tiene 29 años, mide 1,91, nació en Cipolletti, pasó sus primeros años en Neuquén, vivió nueve años en Roca (de ahí son la mayoría de sus amigos) y después partió a estudiar a Rosario, donde se recibió de psicólogo. Aquel tiempo en la ciudad del Alto Valle dejó su huella: cuando sus compañeros de la universidad le preguntaban de dónde era, respondía de Roca, Río Negro.
La pasión por viajar lo llevó a recorrer la Patagonia como mochilero. Desde aquel Roca a Esquel a dedo ya no paró. Más tarde siguió toda América Latina y siempre procuró trabajar en una organización social o institución.
Después fue el momento de cruzar el océano con una visa de trabajo de un año en Francia. Las work and holiday cada vez más populares entre los jóvenes argentinos, al menos antes de la pandemia, permiten tener empleo durante un año una sola vez en los países que las otorgan.
“Con lo que gané en París como mozo conocí después África y Palestina”, explica. En la capital de Francia también hizo una pasantía ad honorem de tres meses en la École Expérimentale de Bonneuil, una enriquecedora experiencia que deseaba vivir en el hospital creado por una discípula de Lacan que rompió el molde del encierro en el manicomio clásico. No es que un día tocó el timbre y lo dejaron entrar: debió perfeccionar rápido el francés que empezó a aprender en el bar e insistir e insistir hasta que un equipo de profesionales le dio el visto bueno.
Después obtuvo la visa laboral en Dinamarca, donde trabajó en Copenhague en un hotel, un bar cervecero y como fotógrafo de un par de casamientos. Con lo que ahorró, armó su viaje a Asia.
De Cipolletti a Alaska, un viaje que continuará
Suele canjear hospedaje por fotos y conectarse con las ONG’s para proponerles que lo dejen acompañarlos en sus tareas en zonas rurales, barrios, escuelas, clínicas, grupos de mujeres. A cambio, les provee de imágenes y obtiene así las que utilizará en sus fotolibros.
Esto le permite enlazar su profesión con lo que observa antes del clic. Y todo lo que observa le hace recordar aquella frase del psiquiatra Enrique Pichón-Riviere que lo impactó en la universidad: “Planificar la esperanza junto a otros”. Esos lazos, ese trabajo silencioso allí donde los estados no están es lo que registra con su cámara y completa su formación de psicólogo.
Cada vez que llega a un nuevo país pega la banderita en el termo y se lo tatúa en el mapamundi que lleva en el brazo izquierdo. ¿Por qué viaja? “Me da una sensación de libertad y adrenalina única e inigualable”, dice.
¿Qué seguirá? Australia, cuando se abran las fronteras. Pero para eso hay que esperar. De momento, Nyoman y Nyoman lo esperan con un cafecito para cerrar el día.
Para ver más fotos de Gastón: https://www.instagram.com/gaston_fournier_/
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