1882: «Pata Loca» y el combate en El Chocón
Es episodio no muy conocido en el pasado norpatagónico. Violento encuentro entre aborígenes y uniformados. El cercano Limay como testigo. Sangre de lanzas y sables incorporada al relato histórico. "Pata Loca", su protagonista.
Pero de aquella guerra terrible que se desarrollaba día a día, significando, en el correr de años, décadas y siglos, continuos combates y aun batallas sangrientas, destrucción de pueblos, invasiones espantosas, a lo largo de una frontera que cruzaba todo el ancho de la República, a escasos kilómetros de sus principales ciudades, ni una palabra se dice. Ni en la historia de López, ni en la Mitre, ni en la Estrada o Levene, etcétera». (Justo, L., 1962).
Y es verdad. Si bien no fue un combate altisonante que decidiera alguna situación especial -geográfica, social o gubernamen-tal-, ni un renglón lo recuerda en las «historias oficiales» que llegan a alumnos, docentes y todo público interesado o no por nuestro pasado. Pero el caso que nos ocupa se salvó del olvido gracias a las puntillosas anotaciones de José Juan Biedma, periodista, escritor e historiador que también fue consumado autodidacta y a quien Río Negro y Carmen de Patagones deben -de manera especial- la reunión y desarrollo de valiosa documentación escrita desde los tiempos de la colonia.
Por entonces, 1882, Biedma era alférez en el Regimiento 7º de Caballería. Poco después cambiaría el uniforme por la pluma, en lo que se destacó. Precisamente a él debemos el rescate de este combate que fue parte de su diario de campaña. Le otorga precisión de haber ocurrido el «combate del Chocon» (sic) el 29 de marzo de 1882, teniendo como principal protagonista al soldado Octaviano Toledo o «Pata Loca», de cuna mendocina. Cumplía funciones en el 3º escuadrón, «era de carácter jovial y en extremo decidor, jamás le faltaba una ocurrencia oportunísima en las jocosas pláticas del fogón y era de extrañar cuando no modulaba ya una satírica décima, un triste riojano o la sentida vidalita, acompañando a la voz con rasgueos bullangueros de la inseparable guitarra…». Cuenta Biedma que «de su liviandad, más aparente que real, Toledo poseía una firmeza de carácter a toda prueba y, en su descuidada educación, una imperfecta idea del honor que le llevaría al sacrificio en su sostén».
Su acero, que terminaba a veces en «un par de puñaladas» para vengar la mínima ofensa, no era obstáculo para que tendiera la mano a su ocasional adversario vencido «con la misma franqueza y sinceridad que al mejor amigo». Gran consumidor de mate y contador de cuentos fogoneros, tenía alto concepto del compañerismo y por eso nunca aceptó ascenso a cabo, pidiendo permanecer como soldado raso. «No quería ser superior a sus compañeros para evitarse, decía, la pena de infligirles un castigo cometiendo falta». Sobresalía en el manejo del sable «y era de ver la agilidad y destreza con que los ejecutaba con ambas manos simultáneamente sin que chocaran las aceradas hojas.»
Todavía no se habían levantado los fortines «7º de Caballería o Lazcano» en Arroyito y el de Picún Leufú, luego «Cabo Alarcón». Las postas y sus chasques a caballo, junto con los pagadores, formaban el especial cuadro que asustaban a aguiluchos, peludos y atentos guanacos y la flora natural se aplastaba para ir haciendo notar más la rastrillada aborigen. El sargento segundo Rosendo Nievas recibió orden del jefe de la 1ra. Brigada para ejecutar una especial comisión. Lo acompañaron los soldados Octaviano Toledo y Manuel Canales y «dos más pertenecientes al 5º de Caballería». «Llevaba instrucciones el sargento de situarse al pie de la travesía del Chocon y esperar allí la llegada del chasque procedente del fuerte General Roca».
Dos días esperando. Era un 29 de marzo de 1882 -hace 120 años- espléndido, según Biedma, sin nubes, «reinaba en la naturaleza toda la calma abrumadora del desierto» y el ocaso se aproximaba para ser escenario de combate cuerpo a cuerpo, «de sable contra lanza». El chasque -que nunca llegaría- pareció insinuarse en una lejana polvareda, pero eran dos jinetes de largas melenas. «Pata Loca» iba a usar la carabina apoyada en un chañar, pero el sargento lo contuvo. Además, vadeando un brazo del Limay y desde una isleta, siete aborígenes arreaban más de cien caballos. Los uniformados cambiaron de posición por una más favorable. El número de montados había aumentado. «Cada uno de ellos tenía que medirse con siete enemigos, cuando menos».
Y el dilema se hizo presente: morir o vencer. Cinco balas de las carabinas no dieron en el blanco y los aborígenes «esperanzados en la superioridad numérica para alcanzar la victoria, echan pie a tierra y, animados por su bravo capitanejo, cargan denodadamente». Tan cerca y recio era el entrevero que los militares desechan «sus carabinas, por inútiles para la defensa, y recurren al sable. Una escena terriblemente majestuosa se desarrolla», expresa Biedma en un escrito, agregando que «los filosos sables se levantan y caen con rápida fiereza hundiendo cráneos y trozando lanzas; el olor acre de la sangre excita a los combatientes… se arremeten y se destrozan sin piedad. Los sables quebrados y chorreando sangre resultan inútiles; la carabina esgrimida por el cañón con nervudo brazo, sirve de masa».
Cuando el combate seguía «con bestial pujanza, con ardor inconcebible… el capitanejo que animaba a la matanza… cae para no levantarse más, tiene la rótula despedazada por una bala y «Pata Loca», aprovechando un momento, con la celeridad de la luz, le ultima partiéndole el cráneo con el pedazo que le queda de su temible sable». El cuerpo a cuerpo ha sido bravo. Heridos y muertos de ambos bandos. Huyen los lanzeros y allí quedan Nievas «con dos lanzasos en el vientre, uno en el pecho, y uno en el muslo de la pierna derecha; soldado Octaviano Toledo, uno en el pecho sobre la tetilla izquierda, uno en el vientre, uno en el muslo de la pierna derecha, otro en el de la izquierda; Canales, uno en el brazo derecho, otro en el izquierdo, uno en la mano derecha, uno en el cuadril izquierdo, uno en el hombro del mismo costado y otro en el muslo de la pierna derecha». Regresaron al campamento en «lastimero estado». Como «Pata Loca» era el más grave, el jefe de la brigada dispuso su traslado en bote a Fuerte Roca. Falleció en la embarcación, zona de la Confluencia, a la altura del fortín 1ra. División. Fue enterrado en el cementerio del antiguo fuerte roquense y José Juan Biedma «le dio de baja en libro correspondiente en la mayoría del cuerpo asentando al lado de su nombre: muerto por los indios…». Se nos ocurre pensar que la cruz de su tumba -con otras- se la llevó la gran inundación de 1899, rumbo al Atlántico, o habrá quedado entre las piedras y arenales ribereños del río Negro…
Por el momento, es el único combate que hemos hallado, documentado, para la zona de El Chocón.
Bibliografía principal: Ramayon, E. E. Nahuel Huapi, 1938. Biedma, J. J. Crónica, 1905 y Recuerdos, 1904, revista C. M. Justo, L. Pampas y Lanzas, 1962. Raone, J.M. Fortines, 1969. Campaña de los Andes. Partes, 1883 y otros.
(*) Periodista. Primer premio ADEPA 1998 en cultura e historia.
Pero de aquella guerra terrible que se desarrollaba día a día, significando, en el correr de años, décadas y siglos, continuos combates y aun batallas sangrientas, destrucción de pueblos, invasiones espantosas, a lo largo de una frontera que cruzaba todo el ancho de la República, a escasos kilómetros de sus principales ciudades, ni una palabra se dice. Ni en la historia de López, ni en la Mitre, ni en la Estrada o Levene, etcétera". (Justo, L., 1962).
Registrate gratis
Disfrutá de nuestros contenidos y entretenimiento
Suscribite por $1500 ¿Ya estás suscripto? Ingresá ahora
Comentarios