Nazismo. Culpas y disculpas

Por Héctor Ciapuscio

Laura Fermi, esposa del físico italiano que construyó la primera pila para una reacción nuclear controlada, escribió un libro sobre la migración de intelectuales europeos a Estados Unidos entre 1930 y 1941-ese vasto fenómeno descrito por Alvin Johnson, gestor de la «Universidad del Exilio»- con un comentario risueño: «Hitler es mi mejor amigo. El sacude el árbol y yo recojo las manzanas». El libro, «Inmigrantes ilustres», refiere casi dos mil casos de personalidades -entre ellas dos docenas de premios Nobel- que dejaron Europa ante la amenaza del totalitarismo y mudaron, con su emigración a Norteamérica, el epicentro cultural de Occidente. En el capítulo dedicado a las humanidades destaca la figura dominante del profesor alemán Werner Jaeger, especialista en filología clásica, que viajó en 1936.

Ahora, más de medio siglo después, se ha suscitado una polémica, tal vez banal y extemporánea, acerca de las ideas políticas del autor de «Paideia: los ideales de la cultura griega», un monumento de erudición que, desde su temprana traducción al castellano en la década de 1940, tiene un lugar privilegiado en la biblioteca de cualquier humanista argentino. La polémica transcurre en «The Times» de Londres y se inició con dos apreciaciones acusatorias de un especialista: que percibe una cierta ideología nazi coloreando el libro clásico de Jaeger y que habría existido una carta de Hitler al filólogo, fechada en el año 1936, agradeciéndole sus «servicios al Reich». Airados, le retrucaron otros con una andanada de argumentos. Que la existencia de esa carta no está documentada y que, en todo caso, es absurdo pensar que el Führer felicitara a un desertor. Que la percepción de una ideología nazi en un libro sobre la Grecia clásica, si no fuese un tanto ridícula, es puramente subjetiva; en todo caso, las ideas de Jaeger eran las propias de un conservador alemán de ese tiempo. Que el filólogo renunció a la universidad de Berlín y emigró a la de Chicago en 1936, cuando el nazismo no había sacado aún todo el largo de sus uñas. Finalmente, que juicios como éstos derivan su razón de todo lo que se vino a saber sobre el Tercer Reich en los años posteriores a 1945; no tienen en cuenta que la realidad de vivir bajo un incipiente orden nuevo, junto con la esperanza de recuperar las glorias del orden viejo, fueron parte de la lucha de la caótica sociedad alemana de principios de los «30. Estos abogados de la memoria de Werner Jaeger remarcan que para juzgar las actitudes pasadas de un hombre es necesario tener en cuenta el contexto socio-histórico en que le tocó vivir.

Es obvia la similitud de éste con el caso -mucho más importante, claro está- de Martin Heidegger. Este influyente pensador apoyó entusiastamente al partido de Hitler en sus comienzos y dio un mensaje público inequívoco desde su posición de rector de la Universidad de Friburgo, cargo en el que fue designado en 1933. En ese año estaba literalmente hechizado por Hitler. Hay hasta una anécdota increíble sobre el particular. Jaspers, su colega, le preguntó, desconcertado: «¿Cómo puede ser gobernada Alemania por un hombre de tan escasa formación?». Y Heidegger le respondió: «La formación es indiferente por completo… ¡Mire Ud. sus preciosas manos!». Veía al Partido, comenta un biógrafo, como una fuerza de orden ante la miseria económica y el caos de Alemania y, sobre todo, como un baluarte contra el peligro de un vuelco comunista. Percibía ilusoriamente al régimen hitleriano en ascenso como la expresión política de su propio esfuerzo superador de la metafísica clásica y de su idea de que capitalismo y comunismo eran, por tecnocráticos y masificadores, en lo esencial idénticos. El hecho de su desengaño y renuncia al rectorado diez meses después de asumido no sirvió para limpiarle esos antecedentes ni para aliviarle los años de relativo ostracismo que le sobrevinieron.

Entre nosotros, en contraste con la popularidad académica que tuvo el autor de «Ser y tiempo» entre los años 1930 y 1960, se produjo después un cierto rechazo hacia él debido a lo que se supo de su compromiso con el régimen nazi. Sin embargo, la aparición reciente del denso libro de Rüdiger Safranski, «Un maestro de Alemania» permitió ubicar mejor su actitud política y, en cierto modo, absolver las peores críticas. Comentando ese libro, Santiago Kovadloff, uno de nuestros pensadores distinguidos, publicó una nota titulada «Un filósofo frente al poder» en la que decía: «Hasta que fue capaz de advertir qué pasaba, Heidegger se enteró únicamente de lo que quiso. Pero a partir de entonces, no disimuló su repudio». Esta casi-absolución debe, sin embargo, confrontarse con la opinión de muchos que no estarían en modo alguno de acuerdo con aceptarla y sí con un Thomas Mann afirmando que «la época del nazismo tenía solamente algo envidiable desde el punto de vista moral: que entonces era fácil ver de qué lado estaba el mal y así elegir». De todos modos, se sabe que a veces hombres muy inteligentes pueden emitir, por apresuramiento o ingenuidad, juicios equivocados sobre acontecimientos políticos. Tenemos, sin ir más lejos, lo que les ocurrió a dos de los nuestros, Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato. El primero, cuando se ilusionó con Pinochet; el segundo, cuando creyó que la toma del poder por la Junta de Comandantes en 1976 abría perspectivas para el país. Ambos se arrepintieron pronto, y la gente los entendió.

Pero volviendo a Europa, y como para mostrar que hasta a los más dotados políticamente les era difícil no sentirse impresionados en esos primeros tiempos del nazismo, veamos algunos comentarios que figuran en un artículo poco conocido, publicado dos años después del rectorado de Heidegger y uno antes de la emigración de Jaeger, con el título «Hitler y su opción». Describe los éxitos del autor de «Mein Kampf» como gobernante y manifiesta que se había ganado el corazón de los alemanes con su lucha por rescatar al país de la humillación de Versalles y devolverle su orgullo. Los logros de ese cabo austríaco lo habían llevado a una dictadura vitalicia «sobre una nación de 70 millones de almas que constituyen la raza más industriosa, manejable, fiera y marcial que exista en el mundo». Había restaurado su nivel de gran potencia y resuelto el terrible problema de la desocupación. Hay muchos testigos, señalaba, que lo presentan como «muy competente y bien informado, de agradables maneras y atractiva sonrisa; pocos habían dejado de sentirse influidos por un sutil magnetismo personal». Por eso el mundo tenía la esperanza de que lo peor (se refería a las maniobras políticas que lo habían elevado) hubiera pasado. Sintetizaba: «No es posible formular un juicio sobre una figura pública de tan enormes dimensiones mientras no tengamos ante nosotros, íntegra, la obra de toda su vida».

Lo interesante respecto de nuestro tema es que quien firmaba esto era nada menos que Winston Churchill y que el artículo se publicó en 1935, a dos años del «putsch» de Adolfo Hitler y a sólo cuatro del comienzo de la Segunda Guerra Mundial.


Laura Fermi, esposa del físico italiano que construyó la primera pila para una reacción nuclear controlada, escribió un libro sobre la migración de intelectuales europeos a Estados Unidos entre 1930 y 1941-ese vasto fenómeno descrito por Alvin Johnson, gestor de la "Universidad del Exilio"- con un comentario risueño: "Hitler es mi mejor amigo. El sacude el árbol y yo recojo las manzanas". El libro, "Inmigrantes ilustres", refiere casi dos mil casos de personalidades -entre ellas dos docenas de premios Nobel- que dejaron Europa ante la amenaza del totalitarismo y mudaron, con su emigración a Norteamérica, el epicentro cultural de Occidente. En el capítulo dedicado a las humanidades destaca la figura dominante del profesor alemán Werner Jaeger, especialista en filología clásica, que viajó en 1936.

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