Bajo el signo del exceso
Por James Neilson
Como ya es tradicional, la “cumbre” anual de Davos, un agradable pueblo suizo que debió su fama modesta a una novela de Thomas Mann antes de convertirse en el lugar de reunión favorito de políticos, empresarios y banqueros, desató un alud de comentarios, por lo común críticos, supuestamente en torno de la “globalización” pero en realidad sobre la propensión de una minoría de los más ricos a apropiarse de una proporción cada vez mayor de los bienes materiales. Si bien algunos se concentraron en las consecuencias culturales del predominio sajón supuesto por la supremacía de los Estados Unidos y la consolidación del inglés como la lengua internacional por antonomasia, en el fondo se trataba de otro episodio de una lucha por el poder que se inició en la edad de piedra y que, tal como están las cosas, continuará hasta que nuestro planeta desaparezca, pulverizado por una conflagración cósmica de dimensiones inconcebibles.
La hostilidad frente a la globalización de tantos intelectuales franceses es de inspiración nacionalista: sus antepasados nunca se quejaron por el imperialismo lingüístico cuando fue su propio idioma el que “invadía” el resto del mundo, mientras que no odiarían tanto al “neoliberalismo” si no lo consideraran una forma de pensar norteamericana o anglosajona. Asimismo, la actitud de muchos latinoamericanos ante la globalización sería muy distinta si europeos, asiáticos y estadounidenses la tomaran por una empresa protagonizada por argentinos y brasileños.
Es que las diferencias entre muchos globalistas, por llamarlos así, y sus adversarios más elocuentes son superficiales por descansar en las circunstancias particulares de cada uno, no en divergencias filosóficas. Tanto los comprometidos con el capitalismo liberal, que es el motor de la versión corriente de la globalización, como sus críticos coinciden en que es deseable ser rico e indignante ser pobre.
En la actualidad, no se da ningún movimiento importante, ni siquiera uno similar a aquel de los hippies de los años sesenta, que reivindique la extrema frugalidad por creer insignificante el lujo superfluo en comparación con lo cultural o espiritual. Incluso las iglesias cristianas, las que durante buena parte de su historia predicaron con vehemencia contra la tentación de la riqueza, han abandonado aquel principio por motivos es de suponer estratégicos, optando por cumplir un papel similar al desempeñado antes por sus ex enemigos marxistas. Por cierto, ningún obispo católico local soñaría con afirmar que a su entender los pobres -no los hambrientos sin techo ni ropa sino aquellos que perciben nada más que el mínimo preciso para sostenerse- son más afortunados que los ricos, tesis que en otros tiempos hubiera sido considerada perfectamente legítima no sólo por religiosos sino también por casi todos los filósofos y artistas.
Pues bien: la mayoría de las sociedades -la argentina puede ser una excepción- es llamativamente más próspera en términos materiales de lo que era hace cincuenta años, pero así y todo virtualmente nadie supone que como resultado sus habitantes sean más felices o que estén más satisfechos con su destino que sus padres o abuelos. Por el contrario, casi todos, sin excluir a los presuntamente beneficiados por el “crecimiento”, dicen sentirse frustrados por haber perdido algo que ninguna cantidad de dinero podría sustituir. No se trata sólo de la nostalgia de ancianos por el mundo de su juventud: los jóvenes también están convencidos de que el pasado era mejor. ¿Una ilusión? Quizás: desde Homero y Hesíodo es habitual ubicar la “edad de oro” en un pasado casi olvidado. Sin embargo, el que tantos sospechen que en el fondo el progreso meramente material no tiene mucho sentido es de por sí evidencia de que el bienestar no necesariamente depende del ingreso per cápita o de su distribución.
De todos modos, sería interesante que los buscadores de “alternativas” calcularan cuánto dinero sería suficiente como para permitir que una persona o una familia disfrutara de lo imprescindible para una vida altamente satisfactoria -una casa pequeña pero adecuada, ropa sencilla, comida sana, el acceso a buenos libros, etc- para entonces construir su utopía sobre dicha base. Podrían llegar a algunas conclusiones a primera vista paradójicas -cuanto más inteligente y creativa sea una persona, menos dinero necesitaría-, pero sorprendería que luego de pensarlo dedujeran que una sociedad ideal exigiría un “producto bruto” que no fuera muy inferior a aquel de los treinta o cuarenta países más opulentos.
A diferencia de los planteos de los enemigos izquierdistas de la globalización, sería genuinamente subversiva una “alternativa” de esta clase que repudiara por completo la idea misma de que lo económico sea fundamental. Por cierto, sería difícil concebir una defensa más eficaz contra el “imperialismo” capitalista que la supuesta por una decisión colectiva, si bien informal, de boicotear casi todos los productos de las grandes empresas multinacionales salvo los innegablemente esenciales, pero es escasa la posibilidad de que estallen rebeliones auténticas contra la “tiranía del mercado” en los próximos años aunque, andando el tiempo, comenzarán a concretarse.
En principio, el enemigo más peligroso del “mercado” es la educación. Lo prueba el hecho de que desde que el mundo es mundo la figura del “nuevo rico”, es decir, del individuo que se encuentra con más dinero de lo que sabe administrar y lo gasta comprando bienes ostentosos, es blanco del desprecio general por su ignorancia y vulgaridad. En cambio, ha sido frecuente que aristócratas -es decir, “los mejores”- se hayan destacado por su austeridad. En épocas en las que los valores así reflejados están difundidos, el prestigio social ha tenido poco que ver con la magnitud de la cuenta bancaria o la capacidad de despilfarrar sumas gigantescas en un intento patético por comprarse respeto, mientras que en otras, como la actual, la hegemonía mercantil deja indefensos a los reacios a subordinar todo al dinero.
Por supuesto que tanto aquí como en otras latitudes abundan políticos y politizados que juran que ellos también son contrarios a la dictadura material, pero lo que todos quieren en verdad es una tajada más generosa del botín. Aquellos populistas e izquierdistas que protestan con furia contra la existencia de la deuda externa comparten plenamente la visión de la buena vida de los banqueros, empresarios y gobernantes que critican: a su entender, posibilitarla sólo requiere miles de millones de dólares, no otra definición de lo que es más valioso, razón por la cual ya no creen que convendría que su reclamo de una redistribución de recursos planetaria -porque es de eso que se trata – debería ser precedida por un ejercicio similar en su propio país.
Muchos que se congregaron en la reunión anti-Davos de Porto Alegre, lo mismo que los asistentes a la cumbre suiza, creen que “la solución” para los problemas del mundo consistirá en más riqueza para más personas, pero rechazan los métodos preferidos por los liberales, dando a entender que otros esquemas económicos resultarían igualmente productivos a pesar de que toda la evidencia dice lo contrario. Lo comprendan o no, están colaborando estrechamente con sus presuntos adversarios al permitirles desechar por ineficaces las alternativas que plantean, porque es patente que lo son: si no lo fueran, aún habría por lo menos media docena de “modelos” disponibles, pero ocurre que sólo hay uno que es, sin duda alguna, el más rápido, motivo por el cual hasta los comunistas chinos lo están adoptando.
En efecto, mientras la resistencia al “neoliberalismo” siga encabezada por quienes dan por descontado que en última instancia lo que más importa es el bienestar material, los comprometidos con el capitalismo sin límites no tendrán motivos para preocuparse. Su poder creciente no se debe al encanto teórico de la economía de mercado, sino a que cuando es cuestión de desarrollar, producir y vender bienes y servicios no existe ningún sistema que esté en condiciones de equipararse con el común a los países más ricos. Puesto que en todas partes las prioridades son idénticas, es tan natural que hayan resultado irresistibles sus recetas como lo es que en la Edad Media los ejércitos reemplazaran los arcos y flechas por armas de fuego.
Como ya es tradicional, la “cumbre” anual de Davos, un agradable pueblo suizo que debió su fama modesta a una novela de Thomas Mann antes de convertirse en el lugar de reunión favorito de políticos, empresarios y banqueros, desató un alud de comentarios, por lo común críticos, supuestamente en torno de la “globalización” pero en realidad sobre la propensión de una minoría de los más ricos a apropiarse de una proporción cada vez mayor de los bienes materiales. Si bien algunos se concentraron en las consecuencias culturales del predominio sajón supuesto por la supremacía de los Estados Unidos y la consolidación del inglés como la lengua internacional por antonomasia, en el fondo se trataba de otro episodio de una lucha por el poder que se inició en la edad de piedra y que, tal como están las cosas, continuará hasta que nuestro planeta desaparezca, pulverizado por una conflagración cósmica de dimensiones inconcebibles.
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