La obstinación de los buenos espejos: educación, identidad y ética en tiempos de productividad
Enseñar no es llenar casilleros, sino ofrecer reflejos posibles. Buenos espejos, que devuelvan humanidad y permitan reconocernos más allá del mero rendimiento.

“Gregorio Samsa solo valía mientras era útil”. La frase resuena como un eco incómodo en nuestra actualidad educativa y social. En La metamorfosis, Kafka retrata la tragedia de un sujeto reducido a su productividad. Gregorio trabajaba sin descanso para sostener a su familia. Pero cuando despierta convertido en insecto y ya no puede generar ingresos, deja de ser visto como hijo, hermano o persona. Su valor se desmorona porque estaba condicionado a su capacidad de producir.
Así como las sociedades se transforman, la educación normaliza ciertas prácticas que sentimos naturales. De Sarmiento a esta parte, el 11 de septiembre ha sido testigo de este homenaje a quienes necesitamos, admiramos y criticamos hasta el hartazgo repitiendo discursos ajenos.
En este punto vale recordar lo que advierte José Pablo Feinmann sobre la creación del sentido común: cuando aceptamos ciertas ideas como naturales o de todos, lo que en realidad opera es una imposición cultural. El poder no solo dicta normas o políticas, también moldea símbolos, creencias y modos de percibir lo que es posible o deseable. Así, la reducción del sujeto a su rendimiento no se sostiene únicamente en leyes o reformas educativas, sino en una construcción simbólica que presenta esa lógica como lo evidente, lo normal. El problema, entonces, no es solo estructural o político: también es simbólico. Y es en ese nivel donde la deshumanización se vuelve más eficaz, porque aparece disfrazada de sentido común.
En tanto las sociedades contemporáneas producen permanentemente “residuos humanos”, vidas tratadas como sobrantes, como desechos, debemos comprender que no se trata de un accidente, sino de una consecuencia inherente a un sistema que mide todo en términos de productividad. Esa maquinaria de exclusión atraviesa también nuestras instituciones educativas.
Sin embargo, como propone Gustavo Schujman, lo humano no se agota en la técnica: lo que nos constituye es la capacidad simbólica. Vivimos en un universo de símbolos que nos permite interpretar el mundo, narrar experiencias, construir identidades. Nuestra humanidad se despliega cuando compartimos sentidos e imaginaciones, no cuando rendimos cuentas de nuestro desempeño.
Educar, entonces, no es transmitir competencias estandarizadas, sino abrir intersticios donde lo humano pueda reinventarse. La educación no tiene un adentro y un afuera claramente delimitados: lo que ocurre en el aula se enreda con la trama social. La pregunta que late es qué tipo de humanidad queremos cultivar, y no qué tipo de recursos queremos formar.
Frente a la lógica que convierte a las vidas en descartables, las marchas de los miércoles nos muestran otra escena. Personas con discapacidad, jubilados, trabajadores: quienes no se rinden al sistema hacen visible la pregunta por el valor de la vida. Y en esas calles aparece también una respuesta: mientras haya cuerpos reclamando, mientras haya voces que se alzan frente a la deshumanización, la democracia respira. La esperanza no se mide en productividad, sino en la obstinación de reconocernos unos a otros como vidas dignas.
En este horizonte, Inés Rosbaco nos recuerda que el docente es un “otro social”, un espejo donde los estudiantes buscan reflejo. Las escuelas necesitan buenos espejos: no los de la eficiencia ni la meritocracia, sino los que devuelven humanidad. Que cada niño, niña y adolescente pueda mirarse y reconocerse como alguien valioso más allá de su valor instrumental.
En esta Cinta de Moebius -como dice Graciela Frigerio- que es lo educativo se pliega con lo social, lo íntimo con lo público, lo de adentro con lo de afuera. Y ese pliegue nos invita a pensar que no solo los docentes, sino todos, somos maestros en algún momento. Porque enseñar no es llenar casilleros, sino ofrecer reflejos posibles. Buenos espejos, que devuelvan humanidad y permitan reconocernos más allá del mero rendimiento.
Tal vez de eso se trate, en el fondo, la tarea educativa y democrática que necesitamos en estos tiempos: de multiplicar esos reflejos que nos restituyen dignidad y nos recuerden que, a diferencia de Gregorio Samsa, ninguna vida debería perder su valor por dejar de producir.
Gracias a mis maestras y maestros por enseñarme a leer y escribir con mirada crítica, y por los espejos en los que aprendí a reconocerme.

“Gregorio Samsa solo valía mientras era útil”. La frase resuena como un eco incómodo en nuestra actualidad educativa y social. En La metamorfosis, Kafka retrata la tragedia de un sujeto reducido a su productividad. Gregorio trabajaba sin descanso para sostener a su familia. Pero cuando despierta convertido en insecto y ya no puede generar ingresos, deja de ser visto como hijo, hermano o persona. Su valor se desmorona porque estaba condicionado a su capacidad de producir.
Registrate gratis
Disfrutá de nuestros contenidos y entretenimiento
Suscribite por $1500 ¿Ya estás suscripto? Ingresá ahora
Comentarios