Populismo judicial

Por James Neilson

Que el prestigio de la Justicia argentina esté en los suelos no es ningún secreto. En los años últimos han sido tantos los escándalos protagonizados por jueces sobornables, misteriosamente enriquecidos, ladrones, alborotadores, ineptos, obsecuentes o, claro está, politizados hasta más no poder, que a esta altura muy pocos pueden confiar en su integridad. Es por eso que la decisión del juez Julio Speroni de ordenar la detención de Domingo Cavallo ha sembrado alarma incluso entre algunos que tienen motivos para regodearse con la humillación de quien consideran su archienemigo, por encarnar una filosofía económica a su juicio perversa. Mientras que para algunos el espectáculo que se ha brindado demuestra que en la Argentina «no hay impunidad» -teoría ésta del senador Antonio Cafiero, un optimista incurable-, para otros es una señal de que nadie que no cuente con el aval coyuntural de una opinión pública sumamente veleidosa podrá sentirse a salvo. Entienden que, de modificarse las circunstancias, los comprometidos con su propia forma de pensar podrían encontrarse en la picota como ha sucedido con frecuencia en el pasado. En la Argentina, la rueda de la fortuna gira a una velocidad desconcertante, de suerte que la única forma de asegurar el respeto por los derechos de uno mismo consiste en afianzar la igualdad de todos frente a la ley.

Para quienes aspiran a cumplir un papel público, dicho principio ha de ser fundamental. Sin embargo, de proponérselo, un abogado astuto que hurgara en el mundillo de la política nacional podría encontrar «evidencia» suficiente como para justificar la detención de virtualmente cualquier legislador o funcionario. ¿Se animaría un juez a disponer el desafuero seguido por el arresto de Elisa Carrió por alguna que otra formalidad arcana o de Luis Zamora por comentarios que, debidamente interpretados, podrían tomarse por sediciosos? Es poco probable: la reacción pública, sobre todo aquella de los sectores habituados a apoderarse de la calle, ante tamaños atropellos sería con toda seguridad contundente. En cambio, los ya «condenados» por «la gente» son blancos naturales de los misiles jurídicos que zumban por el aire, de manera que mientras no cambie el humor mayoritario, se puede ensañarse con ellos por los motivos que fueran con impunidad.

En una sociedad menos enferma que la argentina, una en que los magistrados fueran conscientes de que les corresponde no sólo ser imparciales sino también asegurar que nadie dudara de su voluntad de anteponer la letra de la ley a factores más subjetivos, un juez que ordenara la detención de un hombre tan eminente como Cavallo se hubiera esforzado por eliminar la posibilidad de malentendidos difundiendo información nueva suficiente como para convencer a los escépticos. Además, por estar el país en una situación económica nada envidiable, es razonable insistir en que es deber de todos actuar con el cuidado necesario para no hacer pensar que la Argentina ha degenerado en una especie de oeste salvaje en el que los odiados de turno, sean éstos ex ministros o banqueros extranjeros, corren peligro de ser judicialmente linchados. Puede que en un universo mejor que el existente la ley estaría por encima de asuntos tan banales como el futuro nacional, pero de agravarse mucho más el estado del país la anarquía resultante se encargará de recordarles a los jueces que sin una dosis moderada de pragmatismo, la Justicia no será más que un ideal totalmente inalcanzable.

Puesto que Speroni no se ha preocupado por dar a su decisión una apariencia de legitimidad indiscutible, acaso por presumir que aquí la Justicia ha conservado toda su autoridad moral y que, de todos modos, el «secreto de sumario» es tan sagrado que nunca debería explicar sus razones a nadie, en el exterior los más dan por descontado que la detención de Cavallo es un síntoma muy alarmante de la crisis que está destruyendo la Argentina, que es atribuible a la intensificación insensata de una guerra de todos contra todos en la que las diversas corporaciones ya no vacilan en hacer cuanto pueden por herir a sus ex socias y a que los políticos, jueces y otros están luchando desesperadamente por salvarse en medio del naufragio general, defendiendo con furia sus propios cotos de caza y enviando mensajes amenazadores a quienes estarían en condiciones de molestarlos. Puede que los economistas, financistas, políticos y comentaristas extranjeros que opinan de este modo se hayan equivocado, que sencillamente no saben que Speroni es un juez severo y riguroso de trayectoria impecable, pero mal que nos pese, es forzoso prestar atención a lo que están diciendo. Huelga decir que de consolidarse esta convicción, que ya se ha difundido en Estados Unidos y Europa, no habrá ayuda financiera alguna, la eventual recuperación económica será aún más ardua de lo que se había anticipado y millones de personas, entre ellas muchas que festejaron con ingenuidad el default y que están celebrando la ofensiva judicial que está en marcha porque les encanta ver esposados a los relacionados con el poder, se verán reducidas ellas mismas, acompañadas por sus dependientes, a la miseria más absoluta.

Ningún sistema judicial es perfecto. En todas partes, los jueces obran bajo la influencia tal vez difícilmente perceptible pero no por eso menos fuerte de los prejuicios sociales, religiosos, partidarios e ideológicos de la sociedad en la que se formaron. Sin embargo, en los países bien constituidos las presiones en favor de la imparcialidad suelen ser lo bastante poderosas como para obligar a los jueces a resistirse a la tentación de procurar congraciarse con sus conciudadanos o correligionarios emitiendo fallos populares. Aquí, éste dista de ser el caso. El interés por la legalidad, tema que obsesiona a los norteamericanos, es escaso; lo que importa es «la justicia», o sea, que los fallos reflejen los deseos de los sectores que en un momento determinado llevan la voz cantante. En Estados Unidos, el respeto por la ley es tal, que la liberación de un acusado de un crimen atroz en base de un tecnicismo es aceptado como el precio que la sociedad ha de pagar por el privilegio de disfrutar de una Justicia confiable. En la Argentina, casi todos los fallos son analizados desde una perspectiva política.

Por una cuestión de principios, aquellos que, merecidamente o no, son los más impopulares deberían contar con la mayor protección factible contra las eventuales arbitrariedades judiciales. Sólo así puede asegurarse que los débiles no queden a la merced de los supremos de turno. Por este motivo, el que ya sea rutinario que los «emblemáticos» formales o informales del régimen anterior terminen entre rejas debería ser motivo de viva inquietud. Significa que mientras un político -Menem, Fernando de la Rúa, Eduardo Angeloz, Cavallo- esté en el poder nadie lo tocará, pero que una vez en el llano podrá ser acusado de responsabilidad por todos los delitos supuestamente cometidos bajo su jurisdicción.

En vista de esta realidad, cualquier persona que acepte desempeñar una función gubernamental importante tendrá que prepararse para trasladarse de su despacho a una celda, destino que bien podrían experimentar Jorge Remes Lenicov y Eduardo Duhalde por haber reivindicado el corralito, desafiando de esta manera los muchos fallos que han sido formulados por jueces que según parece están resueltos a apoderarse del manejo de la economía nacional. Asimismo, no es descartable que los directamente responsables del default, una medida claramente ilegal que implica la violación de una multitud de contratos legalizados, también tengan una oportunidad para familiarizarse con el sistema carcelario local.

Por razones similares, un gobernador que tratara de sanear las cuentas locales pasando por alto los derechos adquiridos -de los cuales muchos están enquistados en las constituciones provinciales o en la nacional- de los empleados públicos se convertiría en presa legal fácil de sus contrincantes. Es comprensible, pues, que a tantos mandatarios les haya parecido preferible dejar que la economía se hunda, a hacer un intento serio por mantenerla a flote. Si se limitan a lamentar el desastre, no serán acusados de violar la ley; si tratan de impedirlo, serán arrestados en cuanto abandonen la Casa de Gobierno. Es que, desgraciadamente para la mayoría abrumadora de la población del país, el «modelo» que ya se ha desplomado está tan fuertemente blindado por leyes, que cambiarlo será imposible sin reformas judiciales revolucionarias que, obvio es decirlo, todos los jueces declararían insanablemente nulas antes de ordenar la detención inmediata de los responsables de impulsarlas.


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