Saltos al vacío

MARCELO ANTONIO ANGRIMAN (*)

¿Cuál es el techo de lo permitido?

El 4 del corriente este diario publicó una llamativa nota titulada “Peligroso juego de chicos en techos de una escuela”. La misma daba cuenta de una práctica denominada “parkour”, por la que un grupo de jóvenes “invade” las instalaciones de la Escuela Nº 32 de General Roca para saltar entre los techos del establecimiento y practicar skate en sus azoteas. Si los menores están en las alturas de un colegio público practicando una actividad sumamente riesgosa cabe preguntarse dónde están sus padres, dónde está el Estado y… qué responsabilidad le cabe a cada uno en caso de que los “saltadores” sufran algún daño. Si alguno de estos jóvenes fuera mayor de edad y sufriera un daño como consecuencia de estos hechos y, aun así, osara efectuar un reclamo, la culpa de la víctima (artículo 1111 del Código Civil) sería la respuesta jurídica adecuada. Ello en virtud de la conciencia del propio riesgo asumido, que supera el límite de lo razonablemente admitido, en un lugar al que se ha accedido clandestinamente. Si el damnificado fuera un menor de edad –aun con discernimiento– la repuesta sería similar, aunque en este caso los padres deberían responsabilizarse de su falta de vigilancia activa (artículo 1116 del Código Civil), consistente en la omisión del deber de cuidado y de brindar una buena educación a sus hijos. Si bien allí se centraría el eje de la cuestión, ello no obsta analizar la responsabilidad del Estado y su obrar omisivo en caso de ser consciente –como ahora lo es, atento al carácter público que ha tomado el caso– de lo que sucede en sus propias dependencias y no actuar en consecuencia para impedirlo. No hablamos de la simple denuncia de la directora, sino de acciones concretas y efectivas de la autoridad pública –desde la cartera educativa a la de Seguridad– para impedir que se introduzcan terceras personas en un dominio propio y así evitar que se causen perjuicio a sí mismas y daños al inmueble que luego deberán ser costeados por los contribuyentes. Más allá de este rápido análisis jurídico, el tema desnuda la anomia –falta de respeto a las normas jurídicas y sociales instituidas– con que convivimos, la carencia de educación y el renunciamiento de los adultos a cumplir el rol que les compete. Este abandono suele justificarse con las más asombrosas argumentaciones. Tal la de los padres que elogian la “originalidad deportiva” de sus hijos y critican al Estado por no proveerles de un lugar para que disfruten de sus aventuras aéreas. Aunque suene de Perogrullo, el deporte debe estar permitido y basarse en reglas que apunten a la superación personal o de algún adversario. No puede hablarse válidamente de deporte cuando para su práctica se comete un ilícito –invasión de la propiedad sin autorización de su dueño, por más que éste sea el Estado–. Menos aún cuando se ocasionan daños a tales bienes. El caso evidencia también la notable dificultad que enfrentamos como sociedad a la hora de diferenciar lo público de lo privado, no sólo en el ámbito de los derechos reales sino en el tratamiento mediático de ciertos temas íntimos y en el uso irreflexivo de las redes sociales. En la cuestión que nos ocupa, queda claro que para cualquier mortal no es lo mismo practicar skate en una plaza pública que hacerlo en las terrazas de una escuela a la que se ha ingresado ilegalmente. El límite de lo prohibido marca claramente la diferencia. Ahora bien, ¿qué es lo que diferencia ejecutar saltos furtivamente en el techo de una escuela pública de hacerlo en la azotea de un vecino sin su permiso? En principio nada, a no ser por la íntima convicción de quien lo hace, que en el caso de un particular éste se defenderá y en el del Estado nada sucederá. Esta suerte de inconsciente colectivo es fruto del relajamiento oficial. En ese orden, se desatiende a una inmensa mayoría que cuida y preserva lo comunitario para amparar a unos pocos que no lo hacen. En la medida en que a quienes incumplen sus obligaciones se les reconozcan idénticos derechos que a los demás se estarán consagrando “privilegios”. Está en el Estado, entonces, articular medidas que garanticen la preservación de sus bienes y la evitación de daños y el proveer a los jóvenes de alternativas recreativas válidas –como las de los clubes escolares implementados los fines de semana en ciertos establecimientos educativos de la provincia–. Está en los padres el hacerse responsables de sus hijos menores de edad (artículos 1114 a 1116 del Código Civil) y, si entienden que la actividad del parkour es la más aconsejable para ellos, administrar los medios para que la desarrollen en su propio hogar a su cuenta y riesgo, sin involucrar a terceros. Sólo así respetaremos lo que es de todos. Sólo así dejaremos de dar saltos al vacío. (*) Abogado. Profesor nacional de Educación Física marceloangriman@ciudad.com.ar


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