Demasiados miniministros

El titular del lobby industrial más importante, Héctor Méndez, no es el único empresario que está convencido de que al país le convendría que hubiera un ministro de Economía “con más fortaleza”. Desde noviembre del 2005, cuando Roberto Lavagna fue reemplazado por Felisa Miceli, el manejo de la economía nacional está en manos de cuatro o cinco personajes con muy poco en común, salvo su voluntad de congraciarse con el jefe máximo. Los resultados del presidencialismo económico así supuesto están a la vista. Obligados a avalar todas las decisiones de Néstor Kirchner primero y, después, de su esposa, Cristina Fernández de Kirchner, los sucesores de Lavagna cohonestarían la transformación del Indec en una unidad propagandística, ahorrándose de tal modo la necesidad de preocuparse por la inflación, permitirían que el déficit energético alcanzara dimensiones gigantescas y dejarían actuar con prepotencia grosera al secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno, el que, según parece, es el miembro más influyente del grupo de personajes que acompaña a Cristina. Por cierto, es penosamente evidente que el ministro de Economía formal, Hernán Lorenzino, es –lo mismo que Miceli en su momento– nada más que un oficinista obediente que se esfuerza por merecer la aprobación de la señora. El extraño esquema que se ha improvisado se debe en parte a la vanidad de los Kirchner; parecería que, como su finado marido, Cristina cree saber más de economía que los despreciados profesionales que se dejaron contaminar por aquellas “ideas extranjeras” que tanto le disgustan. Además de las estadísticas mejoradas difundidas por el Indec, los años de crecimiento “a tasas chinas” les hicieron pensar que por fin habían descubierto el secreto del desarrollo rapidísimo, sostenible e inclusivo que no habían logrado encontrar los “ortodoxos”. Otro motivo era más personal: entendían que si tuvieran a su lado un “superministro” compartirían los beneficios de la bonanza económica con quien, andando el tiempo, podrían erigirse en un rival de fuste. Para reducir el riesgo de que un intruso les hiciera sombra, como sucedió cuando el compañero Carlos Menem en efecto cogobernaba con Domingo Cavallo, los santacruceños eligieron prescindir de un ministro de Economía de verdad. Gracias al precio internacional de la soja, pudieron hacerlo durante cierto tiempo sin que la sociedad reaccionara ante los muchos problemas provocados por la ineptitud de los encargados de las distintas áreas de la economía. Aunque los cacerolazos multitudinarios del año pasado deberían haber servido para que Cristina se diera cuenta de que la mayoría, alarmada por lo que estaba ocurriendo, ya no confiaba en sus dotes administrativas, se negó a prestar atención al mensaje que la gente le enviaba, pero a partir de las primarias del mes pasado no le ha quedado más alternativa que la de tratar de descifrarlo. Hasta en países de tradiciones menos caudillistas que el nuestro los mandatarios entienden que es necesario que encabece el Ministerio de Economía, o su equivalente, una persona prestigiosa y que, aun cuando no se trate de un técnico o especialista académico renombrado, sea respetada por los profesionales en la materia, ya que, caso contrario, se difundiría muy pronto la sensación de que nadie está a cargo. Aunque es natural que la presidenta siempre tenga la última palabra, también lo sería que consultara con un ministro capaz de advertirle que ciertas medidas resultarían contraproducentes y que por lo tanto no sería de su interés insistir en aplicarlas, uno cuya eventual renuncia desataría una crisis política de proporciones. Pues bien: ¿tendría un impacto significante la eventual renuncia de Lorenzino, digamos? Sería poco probable, pero sí lo tendría la salida de Moreno o del camporista Axel Kicillof, aunque sólo fuera porque la mayoría se sentiría aliviada por lo que tomaría por una manifestación imprevista de sensatez. Con todo, si bien muchos coincidirían con Méndez en que sería bueno que hubiera un ministro de Economía “con más fortaleza”, sorprendería que a esta altura Cristina lograra encontrar una persona calificada que, además de poseer la autoridad personal exigida por la función, estuviera dispuesta a tolerar las condiciones de trabajo propias de un gobierno tan centralizado y tan caprichoso como el kirchnerista.

Fundado el 1º de mayo de 1912 por Fernando Emilio Rajneri Registro de la Propiedad Intelectual Nº 5.031.695 Director: Julio Rajneri Codirectora: Nélida Rajneri de Gamba Vicedirector: Aleardo F. Laría Rajneri Editor responsable: Ítalo Pisani Es una publicación propiedad de Editorial Río Negro SA – Jueves 4 de octubre de 2012


El titular del lobby industrial más importante, Héctor Méndez, no es el único empresario que está convencido de que al país le convendría que hubiera un ministro de Economía “con más fortaleza”. Desde noviembre del 2005, cuando Roberto Lavagna fue reemplazado por Felisa Miceli, el manejo de la economía nacional está en manos de cuatro o cinco personajes con muy poco en común, salvo su voluntad de congraciarse con el jefe máximo. Los resultados del presidencialismo económico así supuesto están a la vista. Obligados a avalar todas las decisiones de Néstor Kirchner primero y, después, de su esposa, Cristina Fernández de Kirchner, los sucesores de Lavagna cohonestarían la transformación del Indec en una unidad propagandística, ahorrándose de tal modo la necesidad de preocuparse por la inflación, permitirían que el déficit energético alcanzara dimensiones gigantescas y dejarían actuar con prepotencia grosera al secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno, el que, según parece, es el miembro más influyente del grupo de personajes que acompaña a Cristina. Por cierto, es penosamente evidente que el ministro de Economía formal, Hernán Lorenzino, es –lo mismo que Miceli en su momento– nada más que un oficinista obediente que se esfuerza por merecer la aprobación de la señora. El extraño esquema que se ha improvisado se debe en parte a la vanidad de los Kirchner; parecería que, como su finado marido, Cristina cree saber más de economía que los despreciados profesionales que se dejaron contaminar por aquellas “ideas extranjeras” que tanto le disgustan. Además de las estadísticas mejoradas difundidas por el Indec, los años de crecimiento “a tasas chinas” les hicieron pensar que por fin habían descubierto el secreto del desarrollo rapidísimo, sostenible e inclusivo que no habían logrado encontrar los “ortodoxos”. Otro motivo era más personal: entendían que si tuvieran a su lado un “superministro” compartirían los beneficios de la bonanza económica con quien, andando el tiempo, podrían erigirse en un rival de fuste. Para reducir el riesgo de que un intruso les hiciera sombra, como sucedió cuando el compañero Carlos Menem en efecto cogobernaba con Domingo Cavallo, los santacruceños eligieron prescindir de un ministro de Economía de verdad. Gracias al precio internacional de la soja, pudieron hacerlo durante cierto tiempo sin que la sociedad reaccionara ante los muchos problemas provocados por la ineptitud de los encargados de las distintas áreas de la economía. Aunque los cacerolazos multitudinarios del año pasado deberían haber servido para que Cristina se diera cuenta de que la mayoría, alarmada por lo que estaba ocurriendo, ya no confiaba en sus dotes administrativas, se negó a prestar atención al mensaje que la gente le enviaba, pero a partir de las primarias del mes pasado no le ha quedado más alternativa que la de tratar de descifrarlo. Hasta en países de tradiciones menos caudillistas que el nuestro los mandatarios entienden que es necesario que encabece el Ministerio de Economía, o su equivalente, una persona prestigiosa y que, aun cuando no se trate de un técnico o especialista académico renombrado, sea respetada por los profesionales en la materia, ya que, caso contrario, se difundiría muy pronto la sensación de que nadie está a cargo. Aunque es natural que la presidenta siempre tenga la última palabra, también lo sería que consultara con un ministro capaz de advertirle que ciertas medidas resultarían contraproducentes y que por lo tanto no sería de su interés insistir en aplicarlas, uno cuya eventual renuncia desataría una crisis política de proporciones. Pues bien: ¿tendría un impacto significante la eventual renuncia de Lorenzino, digamos? Sería poco probable, pero sí lo tendría la salida de Moreno o del camporista Axel Kicillof, aunque sólo fuera porque la mayoría se sentiría aliviada por lo que tomaría por una manifestación imprevista de sensatez. Con todo, si bien muchos coincidirían con Méndez en que sería bueno que hubiera un ministro de Economía “con más fortaleza”, sorprendería que a esta altura Cristina lograra encontrar una persona calificada que, además de poseer la autoridad personal exigida por la función, estuviera dispuesta a tolerar las condiciones de trabajo propias de un gobierno tan centralizado y tan caprichoso como el kirchnerista.

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