Breve historia del Código Civil argentino

Martín Böhmer (*)

El advenimiento del Código Civil argentino se hizo esperar algunos años. El presidente Mitre le había encargado su redacción a Vélez, pero su promulgación se demoró hasta la llegada de Sarmiento al Ejecutivo. Como todo tiempo de adviento, esa espera estuvo signada por el hambre y la sed, en este caso de codificación. Los abogados y los políticos ya habían comenzado a leerlo y los profesores incluso a enseñarlo a partir de los fragmentos que desde 1865 Vélez remitía al presidente. El Código iba a salvarnos de la barbarie: ordenaría la desprolija herencia española y terminaría con la anarquía de las legislaciones provinciales. Sería el ancla, el texto de nuestra alianza. Su envío al Congreso en septiembre de 1869, su aprobación sin discusión, a libro cerrado, y su promulgación el 1º de enero de 1870 coinciden providencialmente con la primavera y la celebración del tiempo de recolección. La excitación es entendible. El Código llegaba rodeado del aura de prestigio de la tradición napoleónica, los chilenos nos habían ganado de mano y el positivismo reclamaba que el derecho se convirtiera en una ciencia universitaria. Pero, sobre todo, la política necesitaba el instrumento que terminara de construir la monarquía unitaria que, disfrazada de república federal, había comenzado a construir la Constitución de 1853. En efecto, como bien lo postulaban los críticos (Vicente Fidel López, pero sobre todo un arrepentido Alberdi desde el exilio), el Código es un instrumento unitario y monárquico: expropia la capacidad de producción legislativa de las provincias y condena al Poder Legislativo federal a la casi irrelevancia, dejando el campo libre al Ejecutivo. El poder de configuración cultural de la codificación también condenaba al Poder Judicial a ser un mero aplicador del texto. La política iba terminando de armarse para brindar la seguridad que necesitaban los inmigrantes y los capitales para animarse a venir. Concentración de poder (violenta o fraudulenta en caso de ser necesario) y homogeneización del Derecho iban, así, de la mano. La recepción de la cultura de la codificación no se dejó librada al solo entusiasmo de algunos profesores. Se reformó también la forma de entrenar a los abogados y a los jueces para convertirla en la transmisión dogmática de contenidos. Saber ejercer Derecho era ahora saber de memoria el texto del Código. La práctica fue reconfigurada exitosamente y la política logró sus metas. La llegada de los inmigrantes y la expansión territorial y económica enriquecieron al país. La gente llevaba adelante su vida de acuerdo con las pautas del Código. En situaciones de conflictos aislados, la jurisprudencia aclaraba las dudas. Los abogados, una clase pequeña, rica y masculina, practicaba un Derecho con el que estaban de acuerdo. La Corte Suprema era en general deferente al poder político, tanto como para aplicar la doctrina de las cuestiones políticas no justiciables aun en casos en los que claramente estaban en juego derechos. La Corte, en el golpe de 1930, afirmó que la autoridad no depende de la Constitución sino de la fuerza, lo que creó la doctrina de facto y desconstitucionalizó aun más a la política. El resto del Derecho, luego del golpe, continuaba regulándose con el Código, pero las dificultades crecían. La sociedad se hacía más compleja y la crítica ideológica reclamaba a las normas más sensibilidad social. La doctrina de los juristas vino en ayuda del Código y comenzaron a aparecer los primeros tratados de Derecho que apuntalaron por unas décadas al ya tembloroso edificio normativo. Las reformas de mediados de siglo no resultaron exitosas. La crítica social debió esperar a que un jurista llegara al Ministerio del Interior de una dictadura militar para que el Código fuera reformado sin deliberación alguna –y esta vez sin la más mínima legitimidad democrática– por Borda y Onganía en 1968. La inflación primero y la violencia política después, entre otros problemas, mostraron en los setenta la total inadecuación del Derecho codificado para encauzar los conflictos sociales y en algunos casos el criminal incumplimiento de sus deberes en la defensa de los derechos de las personas. La codificación había dado todo lo que podía dar. Por eso, frente a nuestro propio evento de maldad radical, frente a la violación masiva, sistemática, clandestina y estatal de derechos fue necesario reconfigurar la práctica política y por lo tanto la jurídica. Es fácil decirlo, pero sólo un acontecimiento milagroso, excepcional, pudo realizarlo: la aparición de la cultura de los derechos humanos de la mano de las organizaciones de la sociedad civil y de la política democrática. A partir de esa aparición, la Constitución se convirtió en norma operativa y no en mero programa discrecional de la política; los derechos, en límites a las políticas públicas; el Poder Judicial, en un poder más y no en un vasallo de los otros. La democracia, en fin, se sacó de encima el dogma monoteísta de la codificación para hacerse práctica politeísta plural, deliberativa. Pasamos así del reclamo de autoridad único del Código a los reclamos de la voluntad popular, de los principios constitucionales y de los acuerdos intertemporales que seamos capaces de construir. Las decisiones del presente, las aspiraciones del futuro y los pactos del pasado dialogan ahora para armar la práctica política de nuestra democracia. En este contexto de construcción de una práctica democrática, ¿qué rol podría tener ahora un Código? ¿Qué es un Código una vez que ha muerto la cultura de la codificación? El Código es ahora entre nosotros una ley inferior a la Constitución, una como tantas otras que será cuestionada en los conflictos sociales, en los acuerdos comerciales, en los tribunales. Su texto, de promulgarse, irá consiguiendo con suerte, trabajo y de a poco, ser parte de una práctica social que coordine acciones y disminuya conflictos. Pero ya no será esa palabra final que sirvió para armar el Estado nacional hace 150 años. Ahora será sólo una parte del armado jurídico de una democracia que, con él o sin él, sigue buscando legitimarse en la defensa de derechos, en el respeto de la voluntad popular y en la construcción paulatina de acuerdos entre ciudadanos libres e iguales en dignidad. Que los legisladores que consigan el número suficiente de votos propongan textos aun a contramano de lo que muchos prefieren (incluyendo la comisión redactora), que intenten restringir la autonomía reproductiva de las personas, limitar la responsabilidad del Estado o dar la espalda a los pueblos originarios. La ciudadanía los está esperando con argumentos, con derechos, con demandas, con movilizaciones, para seguir, junto con ellos, tratando de mejorar la práctica de la democracia constitucional. Investigador principal de Cippec y profesor de Udesa


Martín Böhmer (*)

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