La bomba Lula

Para sorpresa de sus adversarios, el flamante presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva ha resultado ser un comunicador nato que se ha mostrado plenamente capaz de tranquilizar a los inversores y a los dirigentes de los países más poderosos. En cambio, parecería que su ministro de Ciencia y Tecnología, Roberto Amaral, está resuelto a convertir al Brasil en un país paria que no tardaría en verse boicoteado por la “comunidad internacional”. Al afirmar que a su entender el Brasil tiene que “dominar la tecnología de la bomba nuclear” justo en el momento en el que Irak estaría por ser invadido por compartir dicha aspiración y otro país, Corea del Norte, se ha puesto a aprovechar su presunto arsenal nuclear para convencer a Estados Unidos de que le convendría enviarle ayuda, Amaral ha hecho gala de un talento realmente insólito para la provocación gratuita.

Lo que hizo llamativa la declaración de Amaral fue su alusión sin rodeos a “la bomba atómica”. Como es lógico, su voluntad de hacer hincapié en la importancia de la tecnológica necesaria para fabricarla ha servido para brindar la impresión de que el nuevo gobierno ha decidido dar prioridad al desarrollo de armas de destrucción masiva que les permitirían intimidar a sus vecinos, entre ellos la Argentina, y también, es de suponer, emular a Irak y Corea del Norte enfrentándose con Estados Unidos y otros países que ya tienen “la bomba” pero que por razones prácticas nada enigmáticas se oponen a la proliferación. De haberse limitado Amaral a decir que el gobierno de Lula quiere impulsar la investigación científica en todos los frentes por ser consciente de que en el mundo actual ningún país serio puede darse el lujo de descuidarla, sus palabras no hubieran molestado a nadie. Por el contrario, al subrayar el compromiso del Brasil con la investigación, Amaral hubiera contribuido a mejorar la imagen internacional del gobierno del cual forma parte.

En verdad, hoy en día “dominar” la tecnología precisa para producir armas nucleares no es gran cosa: al fin y al cabo, ya han transcurrido casi sesenta años desde que las primeras bombas de este clase comenzaban a ensamblarse. De quererlo, la Argentina, lo mismo que muchos otros países, podría hacerlo sin demasiadas dificultades, pero optó por desistir bajo la presión de Estados Unidos que, por motivos comprensibles, no quería que América Latina se transformara en una zona en la que por lo menos dos potencias nucleares rivales se enfrentaran. Aquella decisión fue resistida no sólo por muchos militares sino también por nacionalistas radicales y peronistas que imaginaban que una bomba propia sería un buen símbolo de prestigio. Se equivocaban: Alemania, Suecia, el Japón y otros países avanzados podrían pertrecharse de un sinnúmero de artefactos nucleares en un lapso sumamente breve, pero su negativa a participar de la carrera armamentista no los ha perjudicado en lo más mínimo.

Lo comprenda o no Amaral, los problemas que enfrenta el Brasil no tienen mucho que ver con la relativa debilidad militar que tanto le preocupa, mientras que la adquisición de ciertos artefactos emblemáticos no sería suficiente como para convertirlo en un país moderno. En el mundo actual, el nivel científico de una sociedad no se ve reflejado tanto por la presencia de algunos equipos de punta -virtualmente cualquier gobierno que aceptara invertir grandes sumas de dinero en actividades determinadas pronto podría ufanarse de estar entre los más “avanzados” del mundo- cuanto por la calidad de la educación científica de sectores muy pero muy amplios. Así las cosas, el Brasil seguiría siendo un país atrasado aunque su gobierno gastara miles de millones de dólares en replicar la tecnología nuclear que otros desarrollaron a mediados del siglo pasado, pero puesto que por razones evidentes las naciones muy poderosas propenden a pensar mal de élites tercermundistas que privilegian el poder destructivo por encima de esfuerzos auténticos por mejorar el estándar de vida de millones de compatriotas hundidos en la indigencia, los costos de emprender una aventura del tipo que Amaral parece tener en mente serían tan enormes que, lejos de verse beneficiados, los brasileños serían los más perjudicados por la megalomanía así supuesta.


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