Añelo: Del pueblo que fue a la ciudad que viene
Ubicada 101 km al norte de Neuquén capital, Añelo pasó de tener 2.500 habitantes tres años atrás a más de 6.000 ahora. Y unos 8.000 petroleros van todos los días a trabajar. Un boom no convencional contado aquí por antiguos y nuevos vecinos.
Historias breves
Tiempo de poner rejas. Miguel Segundo Wircaleo solía tener una casa de puertas abiertas. Pero desde que le robaron, pocos meses atrás, optó por poner rejas. No es el único cambio: como muchos otros, se sorprende por la cantidad de caras desconocidas que cruza en las calles. Vive frente a la plaza central, a unos 80 metros de la casa donde funciona la intendencia.
Hijo de un policía, su apellido suena aquí como el de otras familias con antigua presencia en el lugar: los Tanuz, los Vela, los Boschi, entre otros. Fue delegado comunal en dos ocasiones y entre sus orgullos guarda la construcción del gimnasio municipal.
Ha visto como aquel pueblito pastoril se transformaba en esta pequeña urbe petrolera. Si la pregunta es cómo ve el desarrollo del pueblo, responde con cautela: “Es difícil manejar un crecimiento tan grande”. Hay otras cosas que no le gustan, pero no es el momento de decirlas. Hoy Añelo cumple 100 años y es para festejar.
La libreta de Don Naldo. Tenía 180 anotados en los años 80 y ahora solo hay cuatro. Eran otros tiempos: los clientes del almacén Viejo Añelo retiraban la mercadería a diario y la pagaban a principio de mes y al caer el sol sacaban una mesita a la vereda para librar legendarias partidas de truco por un chivo, un pavo o una vaquillona. Era el punto de reunión: siempre pasaban el comisario, el juez de paz, el maestro, el chacarero y después se sumaron los de Vialidad y los del petróleo.
Don Naldo Solorza solía animar aquellas veladas con su guitarra y vestido como ahora, botas, bombacha gaucha, camisa, pañuelo y boina, como corresponde a “El cantor del Auca Mahuida”. A los seis años se vino desde el puesto en el cerro, dos días a lomo de caballo, y toda su vida transcurrió entre el campo y el mercado. Como a muchos en el pueblo, le asombra la cantidad de caras nuevas. En especial recuerda una, la del que vino un día a pedir fiado 100 pesos en mercadería y dejó como garantía su celular. Después pagó y recuperó su teléfono. A la semana repitió la maniobra, pero dijo que se había olvidado el móvil y preguntó si en cambio podía dejar su documento. Pero nunca volvió a buscarlo.
“Era trucho. ¿Dónde iba a ver usted uno así en Añelo…? Eso antes no pasaba”, dice don Naldo.
Los saludos perdidos. A “Lalo” Martínez también le llama la atención la cantidad de caras nuevas. Y más que eso, que antes la gente se saludaba aunque no se conociera y que ahora el otro se queda descolocado ante el saludo. Eso, un pueblo de extraños, es lo raro para él, que llegó en 1987 a dar clases de danzas nativas, alquiló una piecita que daba a la calle y cuando se iba a trabajar dejaba la ventana abierta para que ventile y ahora hay cada vez más rejas.
Recuerda que una noche a fines de los 80 les propuso a los chicos tirarse sobre la Ruta 7 para buscar estrellas y satélites, total no pasaba nadie. “¿Se imaginan cuando no podamos hacer más esto por el movimiento que va a haber acá..?”, les preguntó a sus alumnos. “Profe, ¿cuándo va a haber tanto movimiento acá en Añelo?”, respondió uno de ellos. Era Darío Díaz, el actual intendente de una localidad donde circulan más de 3.000 camiones por día.
Una casilla en la barda. Apenas cinco meses atrás el tío le dijo que se viniera, que había trabajo, que valía la pena probar. Con 22 años y ganas de progresar, Nicolás Carrasco no lo pensó dos veces: la opción era seguir en Faimallá, a 35 km de San Miguel de Tucumán, a ver si le salía algo en la frutilla. Hizo 2.000 kilómetros en colectivo, consiguió empleo en una contratista de servicios eléctricos de una petrolera y enseguida vinieron su mujer Yoana, de 19 años, y el pequeño Jeremías, de seis meses. Solo faltaba resolver un detalle: dónde vivir con su familia. Nicolás cuenta la historia parado adelante de la casilla de madera que armó para guarecer a los suyos. Con el bebé en brazos, Yoana sigue la charla detrás de la puerta porque el viento sopla helado aquí, en esta terraza natural con la mejor vista elevada de Añelo desde la barda, donde hay otras dos casas de familias que ocuparon un terreno que bien podría estar entre los más caros del Añelo si se pudiera garantizar que el aluvión no se llevará nada cuando la tormenta baja de la meseta.
Ahora los que bajan son los petroleros, en trafics y 4×4, por el camino de tierra que conecta el pueblo viejo con el nuevo que toma forma allá arriba, donde están los pozos, el parque industrial y los nuevos loteos. Los vehículos pasan colmados unos diez metros detrás de la casilla. Ahí, parado con su mameluco, Nicolás parece un petrolero más. Es lo que sueña ser.
Mientras tanto, le urge construir un hogar. Pocos días atrás se acercó una funcionaria municipal que le dijo a Yoana que ahí había riesgo de aluviones, que debían irse. Le contestó que no tenían dónde y recibió una promesa de una gestión por un lote social en la meseta.
“Ojalá”, dice, mientras la mirada de Nicolás se pierde en las trafics que se alejan y el viento hace flamear la bandera argentina en el techo del vecino.
Del dinopancho al petrolomo. El carrito verde de María y Norma todavía ofrece dinopanchos. Lo compraron en El Chocón, cuando decidieron jugarle una ficha a Vaca Muerta. María convenció a su amiga con un argumento simple y potente: una buena oferta de lomitos, milanesas, panchos y tortas fritas tendría que andar bien en un sitio con tantos petroleros dando vueltas. Se lo dijo también a Miguel, su marido, que al principio mucho no le creyó, hasta que un día se le apareció con el carrito.
Un año y medio atrás recorrieron juntas los 82 km desde Huincul y se instalaron en el comienzo del Parque Industrial de Añelo, ahí donde cientos de camiones y 4×4 sacuden la tierra de la Ruta 17. Y ya tienen muchos clientes que buscan la docena de tortas fritas que salen con café de regalo a 40 pesos o el sándwich completo de milanesa a 75. Abren de 7 a 21, viven detrás, en una casita rodante equipada con un panel solar. Y delante de la ventana donde atienden están por estrenar el piso de cemento donde pondrán mesitas y un toldo en el verano. Lo cuentan con una alegría contagiosa, mientras el viento sopla con furia, un camionero se detiene a comprar tortas fritas con la promo del café y Cachilo, el perro petrolero que las adoptó, no deja de mover la cola.
“A la vida hay que ponerle laburo. Y sonrisas”, dice María y se despide antes de sacar el pedido.
La alegría de ser parte. El tucumano Pedro Barrionuevo es uno de los 8.000 trabajadores que van a trabajar a la mañana a Añelo y a la noche vuelven a sus casas. Todos los días, a las 6, se sube a una combi de siete asientos para viajar desde su casa en zona de chacras en Cipolletti. Antes, comparte unos mates con su mujer, que se levanta con él a las 5:30 para hacerle el aguante y cuida de todo mientras él está fuera. Después, le da un beso a sus cuatro hijos que aún duermen y se va. Siempre le toca el mismo asiento: pasillo, tercera hilera. Los compañeros de viaje también son los mismos. Así que hay saludos, chistes compartidos hasta que se duermen y Ariel conduce rumbo a la Batería 3 de YPF, poco antes del comienzo del pueblo, frente a la bodega abandonada.
Para llegar a su puesto de trabajo hay que atravesar dos controles de seguridad y transitar por caminos de tierra entre camiones y carteles con indicaciones de precaución y locaciones. Unos 5 km después aparecen las oficinas. Aquí es jefe de plantas pero ha sido coordinador de las tareas de reparación y asistencia a Añelo durante el temporal de lluvia. Antes, estuvo 18 años en Rincón de los Sauces y está feliz por el cambio: ahora puede ver a a su familia todos los días. Lo que permanece es la sensación de pertenencia: “YPF es de todos, es nuestra, es mía. Me gusta eso…”
El sueño de la casa propia. En la meseta donde nada detiene el viento pega duro el frío que baja desde el Auca Mahuida. Aquí 14 albañilles levantan las primeras 40 de las 200 casas sociales. Hoy son 14, pero mañana o pasado pueden ser menos, porque todos dejaron sus currículum en las petroleras y si los llaman tardaran segundos en cambiar de trabajo. Pero mientras tanto acá están, abrigados con mamelucos, buzos y gorritos. En cuatro meses levantaron 31 casas y ahora avanzan a un ritmo de una cada tres días. En un predio lindero hay otro loteo del municipio, que aportó las plateas. En uno de los terrenos, el petrolero Horacio Rodríguez instaló su prefabricada, en un lote que pagó $ 10.000, donde vive con su mujer y sus dos hijos. Está indignado porque el agua sale turbia de la canilla. En el municipio admiten que las casas se construyeron antes de que los servicios estuvieran disponibles y que hay mucho por hacer.
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