Río Negro Online / opinión
Como corresponde para una nación tan joven como la nuestra, en la superficial historia que nos contaron en la escuela parecemos haber salido de una especie de limbo histórico el 25 de Mayo de 1810. Sin embargo en esa fecha, y al margen de la vigencia de las culturas prehispánicas, ya habíamos pasado por casi tres siglos de historia colonial, durante los cuales sucedieron muchas cosas, no todas malas. La historiografía oficial no escatima esa época, pero tampoco la valoriza; tampoco se nos recuerda la manera en la que las guerras de la independencia mutilaron la unidad económica formada por el Virreinato del Río de la Plata, cuyo centro económico estaba en Bolivia, y no en Buenos Aires… Así, vale la pena preguntarse cuántos de nuestros dolores de parto como nación hubiesen podido evitarse si tal unidad no se hubiese quebrado al mismo comienzo de las luchas por la independencia. Otro de los capítulos que solemos conocer muy superficialmente es el del siglo y medio marcado por el auge de las misiones jesuíticas en varias vastas zonas de Sudamérica, hasta la expulsión de la orden en 1769. Los jesuitas fueron los protagonistas del único intento serio de llevar la doctrina cristiana que, aunque ello no se recuerde con frecuencia, predica el amor al prójimo y no la explotación cruel -ni el exterminio- de los amerindios. Las más cercanas a nosotros fueron las misiones guaraníes del litoral fluvial de los ríos Paraná, Uruguay y Paraguay; pero fueron los jesuitas quienes importaron el azúcar a Tucumán y quienes enseñaron a los amerindios a rezar a un Dios que no había sido el suyo, pero que aceptaron por la experiencia de un amor que los padres no sólo declamaban. Aprendieron a cultivar la yerba mate que antes sólo recolectaban en las selvas, a fabricar herramientas de labranza e instrumentos de astronomía; y también armas, para defender sus hogares contra la depredación de los que querían esclavizarlos -«bandeirantes» portugueses y colonos españoles de Asunción- y, más tarde, contra el mismo virreinato que por intereses de la corona quisieron expulsarlos de sus hogares. Los amerindios de las misiones también tuvieron sus instituciones de autogobierno, cosa insólita después de la pérdida de su libertad étnica. Es fácil argumentar que los padres jesuitas eran autoritarios y vinieron a destruir la cultura propia de los amerindios, para imponerles una cultura que no era la suya, y que abarcaba todos los aspectos de su vida, incluida la religión, por supuesto, pero más allá de ésta, desde las costumbres alimenticias hasta la estructura familiar. Si bien ello es cierto, también lo es que los demás sectores de la sociedad colonial no sólo destruyeron la cultura aborigen, sino que destruyeron físicamente a los aborígenes mismos, a través de las enfermedades, la deportación, el robo de sus tierras, su esclavización y el alcohol, cuando no practicaron el genocidio puro y simple. Por su humanidad y su espiritualidad honesta y dedicada, los jesuitas eran un mal ejemplo para esos explotadores y por eso fueron expulsados, a lo que contribuyeron grandemente las intrigas y luchas en Europa entre el rey de España y el Papa por el poder absoluto, ya que los jesuitas respondían a éste y no siempre a aquél. A mediados del siglo XVII las misiones establecidas en lo que luego sería el Virreinato del Río de la Plata contaban con tanta población como Potosí, la ciudad más habitada de toda América. Unas 140.000 almas vivían en una treintena de poblaciones, las mayores de las cuales tenían más habitantes que, a la sazón, la ciudad de Buenos Aires. Ciudad que luego -tal vez por desgracia- tomó la delantera, como puesto militar para frenar el avance de los portugueses hacia el sur, y como centro comercial que vivía de violar el monopolio comercial español, mediante el contrabando con ingleses y portugueses. Como una parte importante de su vida diaria, los indios de las misiones sabían alabar al Dios extranjero con una musicalidad que les era propia. Los padres cultivaron esa musicalidad y les enseñaron a cantar y a tocar instrumentos musicales y también a crear un repertorio en un estilo propio, luego conocido como el barroco latinoamericano. También aprendieron -los padres junto a sus discípulos- a construir sus propios instrumentos, y de eso trata esta nota, porque esa música es estéticamente valiosa, tiene un lugar que ocupar en la historia de la música, y es un pedazo esencial de nuestra historia cultural como nación. Bien merece el esfuerzo por rescatarla del olvido en que no debería haber caído. Eso es lo que desde 1994 hace el instrumentista, investigador y «luthier» Ricardo Massun, creador y director del Ensamble Louis Berger, que lleva el nombre de uno de esos jesuitas multifacéticos a quienes la necesidad llevó a ser, además de teólogo, médico, relojero, pintor de cuadros considerados milagrosos, compositor y profesor de danza en el primer tercio del remoto siglo XVII, como él mismo explicaba. Como músico, de todo el virreinato le pedían que les ayudase a organizar las actividades musicales, tanto en las misiones como fuera de ellas. El grupo de Massun no sólo ejecuta un repertorio exclusivamente formado por obras del barroco latinoamericano, sino que es el único conjunto en el mundo que lo hace empleando solamente instrumentos americanos originales. Esto implica una importante tarea de investigación tecnológica, ya que muchos de esos instrumentos son de factura muy original: sus artífices rara vez eran «luthiers» profesionales. Gran parte de los instrumentos que emplea el grupo fueron construidos por el mismo Massun, quien para ello exploró los restos físicos de algunos que encontró en las misiones mismas, y analizó muchos documentos de la época, fotografías de instrumentos desaparecidos, tanto en América como en Europa, ya que los jesuitas provenían de allí. Muchos eran españoles, y en general no eran músicos; pero también había franceses, alemanes, suizos y de otros países europeos. Un lugar de especial interés para un músico como Massun resultó ser el oriente boliviano. Allí se desempeñó un jesuita suizo alemán, el padre Martin Schmid, S. J. quien además de cura era arquitecto, pero que, igual que Berger, reconocía en sus cartas que, para desempeñarse en las condiciones en que se encontraban, debían aprender a hacer de todo. Como arquitecto, a mediados del siglo XVIII construyó -usando adobe- la mayoría de las iglesias jesuitas en el oriente boliviano, donde llueve copiosamente. El adobe no soporta la lluvia. Para poder usarlo, Schmid inventó un estilo constructivo que comienza por el techo, para luego aprovechar su abrigo. Levantó una estructura de grandes columnas de madera, le puso encima un techo de tejas «musleras», y después pudo levantar las paredes de adobe, al abrigo de las lluvias. Lo curioso es que, luego, aplicó el mismo sistema a la construcción de violines, él, que nunca había sido «luthier». Al revés del modo en que se construye un violín o un violoncello tradicional, estos instrumentos se fabricaron comenzando por las tapas, unidas con columnas, igual que aquel templo; luego se agregan las paredes laterales, y con esa técnica, Massun construyó su violón, una especie de violoncello de tres cuerdas. Cuatro siglos después de la época de los jesuitas, aún hay en el oriente boliviano un joven indio que construye violines con tales técnicas, heredadas de una generación a la siguiente. El violón de Massun se basa en los restos de un instrumento que encontró en el museo de la Misión de San Javier. Allí, fue Hans Roth quien, según Massun, fue el primero que intentó restaurar el barroco latinoamericano, el que encontró un cajón entero lleno de música que contenía, entre otras, obras compuestas por el mismo Schmid. Massun tomó los hallazgos de Roth, los completó y les dio vida. Su violón está construido usando la misma técnica y la misma madera de los cedros locales que se había empleado en el siglo XVIII. El fabricó muchos de esos instrumentos y ahora los músicos que integran su grupo tocan violines, violoncellos, arpas, diversos tipos de guitarras y vihuelas, y un «bajún», especie de sicus gigantesco originariamente hecho de fragilísimas hojas de palma, pero reproducido con rollos de papel, algo más sólidos. En los genuinos «conciertos barrocos» de las misiones, este instrumento se encargaba del bajo continuo: los coros debían sustentarse instrumentalmente, ya que la voz atiplada de los indígenas no permitía el registro bajo. La joya de la colección de instrumentos construidos por Massun es la «tromba marina», cuya reconstrucción exitosa es una primicia mundial. Se trata de un curioso instrumento de cuerda frotada que suena como una trompeta. Se conocía su existencia por diversos relatos y descripciones, pero desde hace siglos nadie había logrado construir uno que funcionase acorde con las crónicas de la época. El instrumento posee una sola cuerda extendida sobre una larga caja de resonancia. Frotada con un arco, efectivamente suena como una trompeta mediante un truco constructivo que hace que en realidad funcione como instrumento de percusión: la cuerda hace vibrar un martillito que golpea la caja. El efecto es extraño y desconcertante. Para agregar más confusión: el nombre del instrumento nada tiene que ver con el mar, sino con María; se trata de una deformación de «mariana» o sea: trompa de María. El Ensamble Louis Berger también ha llevado esta faceta poco conocida de nuestra música de los otros tiempos a otras partes del mundo, y ha grabado varios CDs. Pero éste no es un espacio publicitario…
Como corresponde para una nación tan joven como la nuestra, en la superficial historia que nos contaron en la escuela parecemos haber salido de una especie de limbo histórico el 25 de Mayo de 1810. Sin embargo en esa fecha, y al margen de la vigencia de las culturas prehispánicas, ya habíamos pasado por casi tres siglos de historia colonial, durante los cuales sucedieron muchas cosas, no todas malas. La historiografía oficial no escatima esa época, pero tampoco la valoriza; tampoco se nos recuerda la manera en la que las guerras de la independencia mutilaron la unidad económica formada por el Virreinato del Río de la Plata, cuyo centro económico estaba en Bolivia, y no en Buenos Aires... Así, vale la pena preguntarse cuántos de nuestros dolores de parto como nación hubiesen podido evitarse si tal unidad no se hubiese quebrado al mismo comienzo de las luchas por la independencia. Otro de los capítulos que solemos conocer muy superficialmente es el del siglo y medio marcado por el auge de las misiones jesuíticas en varias vastas zonas de Sudamérica, hasta la expulsión de la orden en 1769. Los jesuitas fueron los protagonistas del único intento serio de llevar la doctrina cristiana que, aunque ello no se recuerde con frecuencia, predica el amor al prójimo y no la explotación cruel -ni el exterminio- de los amerindios. Las más cercanas a nosotros fueron las misiones guaraníes del litoral fluvial de los ríos Paraná, Uruguay y Paraguay; pero fueron los jesuitas quienes importaron el azúcar a Tucumán y quienes enseñaron a los amerindios a rezar a un Dios que no había sido el suyo, pero que aceptaron por la experiencia de un amor que los padres no sólo declamaban. Aprendieron a cultivar la yerba mate que antes sólo recolectaban en las selvas, a fabricar herramientas de labranza e instrumentos de astronomía; y también armas, para defender sus hogares contra la depredación de los que querían esclavizarlos -"bandeirantes" portugueses y colonos españoles de Asunción- y, más tarde, contra el mismo virreinato que por intereses de la corona quisieron expulsarlos de sus hogares. Los amerindios de las misiones también tuvieron sus instituciones de autogobierno, cosa insólita después de la pérdida de su libertad étnica. Es fácil argumentar que los padres jesuitas eran autoritarios y vinieron a destruir la cultura propia de los amerindios, para imponerles una cultura que no era la suya, y que abarcaba todos los aspectos de su vida, incluida la religión, por supuesto, pero más allá de ésta, desde las costumbres alimenticias hasta la estructura familiar. Si bien ello es cierto, también lo es que los demás sectores de la sociedad colonial no sólo destruyeron la cultura aborigen, sino que destruyeron físicamente a los aborígenes mismos, a través de las enfermedades, la deportación, el robo de sus tierras, su esclavización y el alcohol, cuando no practicaron el genocidio puro y simple. Por su humanidad y su espiritualidad honesta y dedicada, los jesuitas eran un mal ejemplo para esos explotadores y por eso fueron expulsados, a lo que contribuyeron grandemente las intrigas y luchas en Europa entre el rey de España y el Papa por el poder absoluto, ya que los jesuitas respondían a éste y no siempre a aquél. A mediados del siglo XVII las misiones establecidas en lo que luego sería el Virreinato del Río de la Plata contaban con tanta población como Potosí, la ciudad más habitada de toda América. Unas 140.000 almas vivían en una treintena de poblaciones, las mayores de las cuales tenían más habitantes que, a la sazón, la ciudad de Buenos Aires. Ciudad que luego -tal vez por desgracia- tomó la delantera, como puesto militar para frenar el avance de los portugueses hacia el sur, y como centro comercial que vivía de violar el monopolio comercial español, mediante el contrabando con ingleses y portugueses. Como una parte importante de su vida diaria, los indios de las misiones sabían alabar al Dios extranjero con una musicalidad que les era propia. Los padres cultivaron esa musicalidad y les enseñaron a cantar y a tocar instrumentos musicales y también a crear un repertorio en un estilo propio, luego conocido como el barroco latinoamericano. También aprendieron -los padres junto a sus discípulos- a construir sus propios instrumentos, y de eso trata esta nota, porque esa música es estéticamente valiosa, tiene un lugar que ocupar en la historia de la música, y es un pedazo esencial de nuestra historia cultural como nación. Bien merece el esfuerzo por rescatarla del olvido en que no debería haber caído. Eso es lo que desde 1994 hace el instrumentista, investigador y "luthier" Ricardo Massun, creador y director del Ensamble Louis Berger, que lleva el nombre de uno de esos jesuitas multifacéticos a quienes la necesidad llevó a ser, además de teólogo, médico, relojero, pintor de cuadros considerados milagrosos, compositor y profesor de danza en el primer tercio del remoto siglo XVII, como él mismo explicaba. Como músico, de todo el virreinato le pedían que les ayudase a organizar las actividades musicales, tanto en las misiones como fuera de ellas. El grupo de Massun no sólo ejecuta un repertorio exclusivamente formado por obras del barroco latinoamericano, sino que es el único conjunto en el mundo que lo hace empleando solamente instrumentos americanos originales. Esto implica una importante tarea de investigación tecnológica, ya que muchos de esos instrumentos son de factura muy original: sus artífices rara vez eran "luthiers" profesionales. Gran parte de los instrumentos que emplea el grupo fueron construidos por el mismo Massun, quien para ello exploró los restos físicos de algunos que encontró en las misiones mismas, y analizó muchos documentos de la época, fotografías de instrumentos desaparecidos, tanto en América como en Europa, ya que los jesuitas provenían de allí. Muchos eran españoles, y en general no eran músicos; pero también había franceses, alemanes, suizos y de otros países europeos. Un lugar de especial interés para un músico como Massun resultó ser el oriente boliviano. Allí se desempeñó un jesuita suizo alemán, el padre Martin Schmid, S. J. quien además de cura era arquitecto, pero que, igual que Berger, reconocía en sus cartas que, para desempeñarse en las condiciones en que se encontraban, debían aprender a hacer de todo. Como arquitecto, a mediados del siglo XVIII construyó -usando adobe- la mayoría de las iglesias jesuitas en el oriente boliviano, donde llueve copiosamente. El adobe no soporta la lluvia. Para poder usarlo, Schmid inventó un estilo constructivo que comienza por el techo, para luego aprovechar su abrigo. Levantó una estructura de grandes columnas de madera, le puso encima un techo de tejas "musleras", y después pudo levantar las paredes de adobe, al abrigo de las lluvias. Lo curioso es que, luego, aplicó el mismo sistema a la construcción de violines, él, que nunca había sido "luthier". Al revés del modo en que se construye un violín o un violoncello tradicional, estos instrumentos se fabricaron comenzando por las tapas, unidas con columnas, igual que aquel templo; luego se agregan las paredes laterales, y con esa técnica, Massun construyó su violón, una especie de violoncello de tres cuerdas. Cuatro siglos después de la época de los jesuitas, aún hay en el oriente boliviano un joven indio que construye violines con tales técnicas, heredadas de una generación a la siguiente. El violón de Massun se basa en los restos de un instrumento que encontró en el museo de la Misión de San Javier. Allí, fue Hans Roth quien, según Massun, fue el primero que intentó restaurar el barroco latinoamericano, el que encontró un cajón entero lleno de música que contenía, entre otras, obras compuestas por el mismo Schmid. Massun tomó los hallazgos de Roth, los completó y les dio vida. Su violón está construido usando la misma técnica y la misma madera de los cedros locales que se había empleado en el siglo XVIII. El fabricó muchos de esos instrumentos y ahora los músicos que integran su grupo tocan violines, violoncellos, arpas, diversos tipos de guitarras y vihuelas, y un "bajún", especie de sicus gigantesco originariamente hecho de fragilísimas hojas de palma, pero reproducido con rollos de papel, algo más sólidos. En los genuinos "conciertos barrocos" de las misiones, este instrumento se encargaba del bajo continuo: los coros debían sustentarse instrumentalmente, ya que la voz atiplada de los indígenas no permitía el registro bajo. La joya de la colección de instrumentos construidos por Massun es la "tromba marina", cuya reconstrucción exitosa es una primicia mundial. Se trata de un curioso instrumento de cuerda frotada que suena como una trompeta. Se conocía su existencia por diversos relatos y descripciones, pero desde hace siglos nadie había logrado construir uno que funcionase acorde con las crónicas de la época. El instrumento posee una sola cuerda extendida sobre una larga caja de resonancia. Frotada con un arco, efectivamente suena como una trompeta mediante un truco constructivo que hace que en realidad funcione como instrumento de percusión: la cuerda hace vibrar un martillito que golpea la caja. El efecto es extraño y desconcertante. Para agregar más confusión: el nombre del instrumento nada tiene que ver con el mar, sino con María; se trata de una deformación de "mariana" o sea: trompa de María. El Ensamble Louis Berger también ha llevado esta faceta poco conocida de nuestra música de los otros tiempos a otras partes del mundo, y ha grabado varios CDs. Pero éste no es un espacio publicitario...
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