A la caza de los talibanes

Por Can Merey

Los aparatos de radio crujen. «Este es el pueblo con el sospechoso», se oye la voz ronca del jefe de pelotón a través de los receptores. Sobre la arena del desierto en la provincia de Kandahar, en el sur de Afganistán, avanzan cuatro Humvees, los vehículos blindados de Estados Unidos, hacia el oasis.

Con sus antenas que se balancean, parecen escarabajos gigantes que se colocan en posición alrededor del poblado. Los tiradores, con sus caras marcadas por la arena y el sudor, se ubican detrás de sus pesadas ametralladoras bajo un sol aplastante. Tienen la orden de disparar si alguien intenta huir.

El «Green Platoon», el pelotón verde, busca al mullah Abdul Karim. Un miliciano afgano habló a los soldados estadounidenses del presunto talibán, que supuestamente colocó explosivos en las carreteras de la región. Armado con un lanzagranadas ligero y un teléfono satelital, Karim aparentemente se mueve con una moto Honda de color rojo. Los 14 soldados estadounidenses, de entre 18 y 32 años y habitualmente estacionados en Hawai, se toman la persecución como algo personal. Puede ser que Karim haya sido el que colocó la mina antitanque en su camino hace pocos días.

Los habitantes de un pueblo cercano habían advertido a los soldados estadounidenses del peligro. Eso es bastante llamativo en el bastión de los talibanes Kandahar. Posiblemente impidieron así un baño de sangre. «Si la mina hubiera explotado directamente debajo de nuestros Humvees, casi nadie habría sobrevivido», dijo el sargento Steven Stankovich. El explosivo tenía un diámetro de un metro. En las fotos tomadas tras la detonación controlada por parte de especialistas se ve un cráter profundo. «La mina fue para todos nosotros como una llamada de atención».

Otros soldados estadounidenses tuvieron menos suerte. Mientras el «Green Platoon» patrulla en la frontera norte de Kandahar, las tropas en la vecina provincia de Zabul son atacadas con un lanzagranadas. El balance: cinco heridos. El mismo día explota en Zabul una bomba junto a un vehículo del Ejército estadounidense. Tres soldados resultan heridos. Sólo días antes, los talibanes detonaron un explosivo cerca de la ciudad de Kandahar junto a un convoy estadounidense. A un tirador le mutilaron un brazo. Unos tres años después de la caída de los talibanes, de orientación radical islámica, los combates, sobre todo en el sur y este de Afganistán, están lejos de haber terminado.

Los soldados del «Green Platoon» saben del peligro. También saben que se enfrentan al enemigo una y otra vez, pero que en general no lo pueden reconocer. Quien lleva armas no necesariamente es un rebelde. Sobre todo en el campo, casi cualquier afgano armó su arsenal personal para proteger a su familia tras más de veinte años de guerra y guerra civil. Esta protección es necesaria en la región en crisis hasta hoy. Incluso las tropas estadounidenses permiten que en cada casa haya una metralleta con sus municiones.

Los talibanes colocan bombas o atacan en emboscadas. Saben que en un combate abierto contra las fuertemente armadas tropas estadounidenses no tienen ninguna posibilidad. Si los rebeldes no son atrapados con las manos en la masa, no se pueden distinguir de los civiles. Los soldados estadounidenses dependen de los indicios que les aporta la población, que muchas veces no son del todo confiables. Los afganos descubrieron que revelando el paradero de un rival pueden cobrarse cuentas pendientes sin ensuciarse los dedos.

También el jefe miliciano Muhammad Nabi, quien colabora con el «Green Platoon», recibió un dato. En el decadente edificio de la milicia uno de los combatientes afganos está arreglando un lanzagranadas viejo. Otros milicianos duermen o escuchan la radio. Los estadounidenses les entregaron pantalones negros del ejército, camisas negras y botas del mismo color. A pesar de sus uniformes, sin embargo, la milicia parece una banda de ladrones callejeros.

Los milicianos adornaron sus viejas Kalashnikovs con plástico rojo o con bolas de felpa. «Les gusta distinguir sus armas de forma individual», comentó un soldado estadounidense que asegura que los estadounidenses no son responsables de los chalecos de los combatientes afganos. «My Kid's Club» es la marca preferida de chalecos. La mayoría de los milicianos no sabe leer ni escribir. De todas maneras, suelen ser la fuente de información más importante para las tropas estadounidenses.

En la reunión con el comandante miliciano Nabi, el jefe de pelotón Ethan Olberding no puede creer lo que está oyendo. Los tendones en el cuello del entrenado teniente se tensan y en el hombre de 27 años se despierta el instinto de caza. Un informante reveló que el presunto colocador de minas Karim se esconde en un pueblo a sól dos horas en coche del cuartel central de la milicia, dice Nabi. Rápidamente Olberding convoca a sus hombres.

En pocos minutos, se organiza la operación. «Si intenta huir, utilicen todos los medios necesarios para detenerlo», ordena Olberding a sus soldados. También entre ellos reina la euforia, a pesar de que pasaron la noche casi sin dormir, buscando a Karim con aparatos de visión nocturna en un lecho seco de un río. El sargento Stankovich, con 32 años el mayor del pelotón, pide a los soldados que sean cuidadosos. «Lo consigamos o no, quiero que todos regresen vivos esta noche».

El convoy parte. «Vamos a cazar a los chicos malos», grita Daniel Rivera, conductor de uno de los Humvees. Pero los soldados de los comentarios sarcásticos y las gafas de sol oscuras no son realmente los tipos tan duros que quieren parecer. Algunos llevan fotos de sus seres queridos en los Humvees. Orgullosos, muestran las imágenes de sus novias, esposas o hijos. Al caer el sol, escriben cartas a sus familias. Uno de los soldados escribe poemas en su tiempo libre. Todos echan de menos a Estados Unidos.

El mismo creció en la pobreza en Brooklyn, dice Rivera, de 25 años, mientras entrega golosinas a unos niños afganos en una pequeña pausa. «Comparado con éstos de aquí, hoy realmente me va bien». Y eso que la vida de Rivera y los otros soldados del pelotón no es para nada envidiable. Hace una semana que están de intervención en el desierto. Luego cargan pilas unos días en la base estadounidense en el aeropuerto de Kandahar, antes de volver a patrullar.

Consideran un lujo el poder detenerse cada cierta cantidad de días en la «Forward Operation Base Tiger». En la pequeña ciudad de tiendas de campaña en medio de la nada, los soldados reciben comida caliente y bebidas frías. Se pueden duchar y dormir en camas de campaña. En el desierto, deben alimentarse de comida preparada y agua tibia. Duermen en los Humvees o sobre el suelo. Y de noche deben turnarse para hacer guardia. La intervención en Afganistán dura un año. Y apenas pasaron cuatro meses. «Nos preguntamos menos si pasará algo, que cuándo pasará», dice uno de los soldados.

En el poblado en el que presumen está Karim la tensión se siente no sólo entre los soldados sino también entre los habitantes. Los campesinos miran asustados los vehículos blindados y a los combatientes en sus chalecos antibalas. Junto a una cabaña, hay una moto Honda roja, como la que se supone lleva el talibán.

Aparentemente, pertenece a un habitante del pueblo. «Déjame adivinar», dice Stankovich. «Nadie sabe nada de nada». Y así es. Nadie en el pueblo ha visto a Karim. «Mienten», dice el jefe miliciano Nabi.

Olberding revisa con algunos soldados una plantación de frutales, donde se supone que Karim tiene su campamento, según el informante. Como esto no aporta ningún resultado, ordena al teniente que se revise la vivienda. Un afgano le pide al jefe de pelotón, a través del traductor, que no ordene el ingreso de las tropas en la casa sin avisarle, dado que dentro están las mujeres. Pero los soldados ya se encuentran en camino. A último momento, se detienen delante de las paredes de barro del recinto. Las mujeres ocultan sus caras y se esconden en un rincón oscuro del patio. Los estadounidenses no encuentran nada.

Olberding está enfadado. Nadie sabe si los campesinos mienten o si el informante ofreció un dato falso. De todas maneras, ordena a sus soldados que repartan radios entre los habitantes del pueblo, lo que forma parte de la estrategia estadounidense. La población, en su mayoría analfabeta, debe obtener acceso a informaciones y las nuevas estaciones de radio afganas hace tiempo que concuerdan en sus metas con los estadounidenses: democracia y paz para todo el país. Ya no existen radios de los talibanes.

Algunos de los soldados estadounidenses están disgustados por el fracaso de la operación, pero también por la mentalidad de los afganos. «Ahora les damos radios. Pronto querrán que les levantemos una antena», murmura uno de ellos. Olberding intenta mientras tanto explicar a los ancianos del pueblo el sentido de su intervención. «Estamos aquí para asegurarles una vida mejor», dice. «Sus enemigos quieren impedirlo». Pide a los campesinos que informen a los estadounidenses si ronda el pueblo algún extraño. No sabe si sus ruegos son escuchados.

En la base de Kandahar, el capitán Todd Schmidt está convencido de que Estados Unidos ganará la guerra a pesar de todos los reveses. La anunciada gran ofensiva de los talibanes en la primavera (boreal) no se produjo, explica el portavoz del Ejército estadounidense en las provincias del sur. Los rebeldes tienen cada vez menos lugares donde ocultarse, y los afganos, al contrario de lo que en su momento ocurrió con los soviéticos, no ven a los estadounidenses como ocupantes. El éxito de la intervención de Estados Unidos se podrá medir algún día de la siguiente manera, dice Schmidt: «Imagínese niños en Afganistán que no recuerden ningún conflicto». (DPA Features)


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